Un profeta en su tierra

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Cierto día de mayo, los vecinos de Avonlea fueron alborotados por algunas «Notas de Avonlea», firmadas «Observador», que aparecieron en el Daily Enterprise de Charlottatown. Los rumores le adjudicaron la partenidad a Charlie Sloane, en parte porque el tal Charlie tuviera devaneos literarios en el pasado y en parte porque dichas notas parecían envolver una pulla a Gilbert Blythe. La juventud de Avonlea persistía en considerar rivales a Gilbert y a Charlie en el aprecio de cierta damisela de ojos grises y gran imaginación.
La maledicencia, como de costumbre, se equivocaba. Gilbert, ayudado e instigado por Ana, era el autor de aquellas notas y puso una sobre sí mismo para despistar. Sólo dos de esas notas tienen relación con esta historia.
«Se rumorea que habrá boda en el pueblo para cuando florezcan las margaritas. Un nuevo y muy respetable ciudadano conducirá al altar del himeneo a una de nuestras más populares damas.»
La otra decía:
«El tío Abe, nuestro bien conocido profeta meteorológico, predice una violenta tormenta con truenos y relámpagos para la tarde del veintitrés de mayo, que comenzará a las siete en punto. El área de la tormenta cubrirá la mayor parte de la provincia Quienes tengan que viajar esa tarde, será mejor que lleven sus paraguas e impermeables.»
—El tío Abe ha predicho realmente una tempestad para algún momento de esta primavera —dijo Gilbert—. Pero, ¿supones que el señor Harrison va en realidad a ver a Isabella Andrews?
—No —respondió riendo Ana—. Estoy segura de que sólo va a jugar al ajedrez con su padre, pero la señora Lynde dice que sabe que Isabella Andrews debe estar por casarse, pues esta primavera está de muy buen talante.
El pobre tío Abe se sintió algo indignado por las notas. Sospechó que el «Observador» se estaba burlando de él. Negó airadamente haber asignado fecha particular a su tormenta, pero nadie le creyó.
La vida continuó en Avonlea con la suavidad de costumbre. Los «fomentadores» celebraron un Día del Árbol. Cada «fomentador» plantó, o hizo que plantaran, cinco árboles ornamentales. Como la sociedad contaba con cuarenta socios, esto significó un total de doscientos retoños. La avena temprana reverdecía sobre los rojos campos; los manzanos echaban sus grandes brazos cubiertos de capullos en las huertas y la Reina de las Nieves se adornó como una novia esperando a su amado. A Ana le gustaba dormir con las ventanas abiertas para gozar de la fragancia de los cerezos durante la noche. Lo creía muy poético. Marila pensaba, en cambio, que arriesgaba su vida.
—El Día de Acción de Gracias debería celebrarse en primavera —le dijo Ana a Marilla una tarde, mientras escuchaban el croar de las ranas, sentadas en los escalones de la galería—. Creo que sería mejor que celebrarlo en noviembre, cuando todo está muerto o dormido. Entonces es necesario recordar, para estar agradecida, mientras que en mayo, el agradecimiento es inevitable, aunque sólo sea por la vida. Me siento exactamente como Eva en el Paraíso antes del pecado. La hierba de la hondonada, ¿es verde o dorada? Creo que en días como éste, cuando florecen los capullos y los vientos soplan con tan loca alegría, la tierra se parece al paraíso.
Marilla pareció escandalizada y echó una aprensiva mirada, no fuera que los mellizos estuvieran cerca. En aquel mismo instante, éstos aparecieron por detrás de la casa.
—¿No huele muy bien esta tarde? —preguntó Davy, oliendo plácidamente, mientras jugueteaba con un azadón.
Aquella primavera, Marilla, para encauzar la costumbre de Davy de andar entre el barro y la arcilla, les había dado a éste y  a Dora un trozo de jardín para cuidar. Ambos se pusieron a trabajar ansiosamente en su forma característica. Dora plantó, sembró y regó cuidadosa, sistemática y desapasionadamente. Como resultado en su parcela ya habían brotado pequeñas y ordenadas filas de hortalizas. Davy, sin embargo, trabajaba con más celo que perseverancia; cavaba, abonaba, rastrillaba y trasplantaba con tanta energía, que a sus semillas no les quedaba oportunidad de crecer.
—¿Cómo va tu jardín, Davy? —preguntó Ana.
—Un poco lento —dijo Davy con un suspiro—. No sé por qué no crecen mejor las cosas. Milty Boulter dice que debo haber plantado en luna nueva y por eso no crece. Dice que no se debe sembrar, matar cerdos, cortarse los cabellos o hacer cualquier otra cosa de importancia en fase contraria de la luna. ¿Es eso verdad, Ana? Quiero saber.
—Quizá si no les sacaras las raíces a tus plantas para ver si crecen «del otro lado», te iría mejor —dijo sarcásticamente Marilla.
—No miré más que a seis —protestó Davy—. Quería saber si había larvas en las raíces. Milty dijo que si la culpa no era de la luna, era de las larvas. Pero no encontré más que una. Era grande y gorda. La puse encima de una piedra y la aplasté con otra. Siento que no hubiera más. El jardín de Dora fue plantado al mismo tiempo que el mío y crece bien. No puede ser la luna —concluyó Davy con tono reflexivo.
—Marila, mire ese manzano —dijo Ana—. Es casi humano. Está alargando sus luengos brazos para alzarse las rosadas faldas y provocar nuestra admiración.
—Esos manzanos siempre crecen hermosos —dijo Marilla complacida—. Ese árbol estará cargado este año. Me alegro... son muy buenas para las tortas.
Pero ni ella, ni Ana, ni nadie haría torta con esos frutos aquel año.
Llegó el veintitrés de mayo, un día excepcionalmente caluroso, como lo notaron más que nadie Ana y su enjambre de alumnos, que luchaban con los quebrados y la sintaxis en el aula de Avonlea. Antes del mediodía había soplado una brisa cálida, pero a esa hora se trasformó en una pesada quietud. A las tres y media, Ana escuchó el lejano retumbo del trueno. Despachó pronto a sus alumnos, de modo que los pequeños pudieran llegar a sus casas antes de que se desatara la tormenta.
Cuando salieron al patio, Ana percibió cierta sombra y oscuridad en el ambiente, a pesar de que brillaba aún el sol. Annetta Bell se cogió nerviosamente de la mano.
—¡Señorita, mire esa horrible nube!
Ana miró y lanzó una exclamación de consternación. Hacia el noroeste se alzaba un banco de nubes como no había visto en su vida. Negro, excepto en los bordes, donde era blancuzco. En él había algo de indescriptible amenaza mientras se destacaba sobre el claro cielo azul; cada tanto, la atravesaba un relámpago, seguido por un salvaje rugido. Estaba tan bajo, que casi parecía tocar las cimas de las colinas.
El señor Harmon Andrews apareció en la colina, en su coche, a toda la velocidad que podía. Se detuvo frente a la escuela.
—Sospecho que el tío Abe acertó por una vez en su vida —gritó—. Su tormenta llega un poquito adelantada. ¿Vio alguna vez algo como esa nube? A ver, todos los que vivan por mi lado, suban, y los que no, corran a la oficina de correos si tienen que caminar más de medio kilómetro y quédense allí hasta que pase el chaparrón.
Ana cogió a los mellizos y voló colina abajo, por el Camino de los Abedules, cruzando el Valle de las Violetas y Willowmere. Llegaron a tiempo a «Tejas Verdes» y Marilla, que venía de reunir a las aves, se les unió en la puerta. Mientras entraban en la cocina, la luz pareció desvanecerse, como ahuyentada por un poderoso bufido; los nubarrones cubrieron el sol y se extendió un temprano crepúsculo por el mundo. Al mismo tiempo, con retumbo de truenos y luz de relámpagos, el granizo azotó los campos.
Entre el clamor de la tormenta, llegó el golpe de las ramas rotas que azotaban la casa y el ruido de vidrios hechos pedazos. A los tres minutos, todos los cristales de las ventanas que daban al oeste y al norte estaban hechos trizas y el granizo entraba por las aberturas cubriendo el suelo con trozos, el más pequeño de los cuales tenía el tamaño de un huevo de paloma. La tormenta siguió durante tres cuartos de hora y quien la pasó, no pudo olvidarla. Marilla, arrancada por una vez de su compostura, se arrodilló junto a su mecedora en un rincón de la cocina, llorando entre los ensordecedores truenos. Ana, blanca como el papel, había arrastrado el sofá lejos de la ventana y estaba allí sentada con un mellizo a cada lado. Davy, al primer estallido, había dicho:
—Ana, Ana, ¿es éste el día del Juicio Final? —Y entonces hundió su cara en la falda de la muchacha, quedándose así, con el cuerpecito temblando.
Dora, algo pálida pero bastante segura de sí, se sentó con su mano entre las de Ana, silenciosa e inmóvil. Ni siquiera un terremoto hubiera sido capaz de conmoverla.
Entonces, casi con tanta rapidez como sobreviniera, la tormenta cesó. El granizo dejó de caer; el trueno se alejó hacia el este y el sol emergió alegre y radiante sobre un mundo tan cambiado que parecía absurdo pensar que sólo tres cuartos de hora hubieran podido realizar tal trasformación.
Marilla se alzó, débil y temblorosa, y se dejó caer en la mecedora. Su cara estaba ojerosa y parecía diez años mayor.
—¿Hemos salido todos con vida? —preguntó solemnemente.
—Creo que sí —fue la alegre respuesta de Davy, bastante recobrado—. No tuve nada de miedo... excepto al principio. Llegó de repente. Decidí no pelearme el lunes con Teddy Sloane como había prometido, pero ahora puede que lo haga. Dime, Dora, ¿tenías miedo?
—Sí, un poco —dijo ésta—; pero apreté la mano de Ana y recé mucho.
—Bueno, yo hubiera rezado si me hubiese acordado —dijo Davy—; pero —añadió triunfalmente— ya ves que me salvé igual sin hacerlo.
Ana dio a Marilla una buena copa de su potente vino casero —de cuya potencia tenía muy buena noción— y corrió a la puerta para contemplar un extraño cuadro.
A lo lejos se extendía una blanca alfombra de granizo, alta hasta la rodilla; bajo los aleros y sobre los escalones, se amontonaban los trozos de hielo. Cuando, a los tres o cuatro días, se licuaron, pudieron ver los destrozos que habían producido; todo cuanto brotaba en los campos estaba destruido. No sólo habían sido arrancados los capullos de los manzanos, sino que grandes ramas aparecían desgajadas, y de los doscientos árboles plantados por los «fomentadores», un buen número estaba arrancado de raíz o hecho pedazos.
—¿Será posible que éste sea el mismo mundo de hace una hora? —preguntó Ana—. Debe haber llevado mucho más tiempo destrozarlo todo.
—Nunca se había visto nada parecido en la isla del Príncipe Eduardo —dijo Marilla—, nunca. Recuerdo que cuando era niña hubo una tormenta terrible, pero no fue como ésta. Los daños serán horribles, estoy segura.
—Espero que ninguno de los niños estuviera al aire libre —murmuró Ana ansiosa.
Más tarde se supo que nada les había ocurrido, ya que los que debían recorrer una gran distancia hicieron caso del excelente consejo del señor Andrews y buscaron refugio en el correo.
—Ahí viene John Henry Cárter —dijo Marilla.
John Henry venía sorteando el granizo con cara de susto.
—¿No ha sido horrible, señorita Cuthbert? El señor Harrison me manda a ver si están bien.
—Estamos todos vivos —dijo Marilla con una mueca—, y no ha caído ningún rayo sobre los edificios. Espero que a ustedes les haya ido igual.
—Sí, señora; no tan bien, señora. A nosotros nos cayó un rayo en la cocina, bajó por el desagüe, tiró la jaula de Ginger, abrió un agujero en el piso y fue a parar al sótano. Sí, señora.
—¿Se hizo daño Ginger? —murmuró Ana.
—Sí, señora. Bastante. Murió.
Más tarde, Ana fue a consolar al señor Harrison. Le encontró sentado junto a la mesa, acariciando el cuerpo muerto de Ginger con mano temblorosa.
—La pobre Ginger ya no le dirá inconveniencias, Ana. La muchacha nunca se hubiera podido imaginar que lloraría por causa de Ginger, pero las lágrimas acudieron a sus ojos.
—Era toda la compañía que tenía, Ana, y ahora está muerta. Bueno, soy un viejo tonto por preocuparme tanto. Sé que va a decirme algo consolador en cuanto termine de hablar. No lo haga. Sería capaz de echarme a llorar como un niño. ¿No ha sido una tormenta terrible? Creo que la gente ya no se volverá a reír de las predicciones del tío Abe. Parece como si todas las tormentas que se pasó profetizando sin que ocurrieran, se hubieran presentado juntas esta vez. Y acertó con la fecha. Mire qué revoltijo hizo aquí. Debo ir a buscar algunas maderas para arreglar el suelo.
Los habitantes de Avonlea no hicieron otra cosa al día siguiente excepto visitarse y comparar los daños. Los caminos estaban intransitables para los vehículos, de manera que fueron a pie o a caballo. El correo llegó tarde con las noticias de toda la provincia. Rayos, gente herida y muerta; todo el sistema telegráfico y telefónico estropeado y todos los terneros que se hallaban a campo abierto, muertos.
El tío Abe fue a la herrería temprano y pasó allí todo el día. Era su hora triunfal y la gozó plenamente. Seríamos injustos con él si dijéramos que se alegraba de que hubiera ocurrido la tormenta; pero ya que había ocurrido así, le alegraba que su predicción se hubiese cumplido, y en la fecha exacta. El tío Abe olvidó que hasta negara haber dado fecha. Y en cuanto a la ligera discrepancia en la hora, eso eran minucias.
Gilbert llegó a «Tejas Verdes» al atardecer y encontró a Ana y a Marilla ocupadas en clavar tela encerada sobre las rotas ventanas.
—Sólo Dios sabe cuándo encontraremos vidrios —dijo Marilla—. El señor Barry fue esta tarde a Carmody, pero no se consiguen por nada del mundo. A las diez no quedaba ni uno en lo de Lawson y Blair. ¿Cómo fue la tormenta en White Sands, Gilbert?
—Horrorosa. Me cogió en el colegio con todos los niños y creí que algunos de ellos enloquecerían de terror. Tres se desvanecieron y dos niñas tuvieron ataques de histeria, mientras Tommy Blewett no hacía otra cosa que gritar con todas sus ganas.
—Yo sólo chillé una vez —dijo Davy orgulloso—. Mi jardín ha quedado destrozado — continuó tristemente—. Pero también el de Dora —añadió con tono no muy fraternal.
Ana llegó corriendo desde su habitación.
—¡Oh, Gilbert!, ¿sabes las noticias? Un rayo cayó en la vieja casa de Levi Boulter y la quemó. Creo que soy terriblemente mala al alegrarme por eso, cuando hay tantos daños. El señor Boulter dice que la S. E A. produjo la tormenta con ese propósito.
—Bueno, una cosa es cierta —dijo Gilbert riendo—. «Observador» ha creado reputación de profeta meteorológico al tío Abe. «La tormenta del tío Abe» figurará en la historia local. Es una extraordinaria coincidencia que ocurriera en el día que elegimos. Tengo cierto resquemor, como si la hubiera provocado. Podemos también regocijarnos por la vieja casa, ya que respecto a los retoños no nos queda mucha alegría. No han quedado ni diez en pie.
—Oh, bueno, tendremos que volverlos a plantar la primavera próxima —dijo Ana, filosófica—. Es una de las cosas buenas de este mundo. Uno está siempre seguro de que habrá más primaveras.

ANA DE AVONLEAWhere stories live. Discover now