Un día tempestuoso

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En realidad todo comenzó la noche antes con una interminable vigilia por culpa de un dolor de muelas. Cuando Ana se levantó en la oscura y amarga mañana de invierno, la vida se le presentaba amarga e indigna de vivirse.
Fue a la escuela en un estado de ánimo no muy angelical. El aula estaba fría y llena de humo, pues el fuego se negaba a arder, y los niños se reunían en grupos, temblando de frío. Ana los mandó sentar en un tono más seco que de costumbre. Anthony Pye fue a su pupitre con su acostumbrado aire impertinente y ella le vio murmurarle algo a su compañero y luego echarle una mirada con mal gesto.
A Ana le parecía que nunca hasta entonces habían chimado tanto los lápices; Barbara Shaw se acercó al pupitre con una suma y tropezó con el cubo del carbón, con resultados desastrosos. El carbón se esparció por toda la habitación, la pizarra se rompió en pedazos y cuando se levantó, su cara, cubierta de polvillo de carbón, hizo reír enormemente a los muchachos. Ana alzó los ojos de su libro de lectura. —Realmente, Barbara —dijo con frialdad—, si no puedes moverte sin caer sobre algo, será mejor que te quedes en tu asiento. Es una verdadera desgracia para una niña de tu edad ser tan torpe.
La pobre Barbara volvió a su asiento a trompicones, mientras las lágrimas que le corrían por la cara se combinaban con el polvillo del carbón para darle un aspecto grotesco. Nunca hasta entonces le había hablado con tono así su querida maestra, de manera que la niña estaba desolada. La conciencia le dio un pinchazo, pero ello sólo sirvió para aumentar su irritación y el segundo curso recuerda todavía aquella clase, al igual que la inclemente lección de aritmética que la siguiera. Justo en el instante en que Ana se hallaba haciendo las sumas, St. Clair Donnell llegó sin respiración.
—St. Clair, llegas media hora tarde —le recordó fríamente—. ¿Por qué?
—Señorita, tuve que ayudar a mamá a hacer la torta de ciruelas para el almuerzo, porque esperamos visitas y Clarissa Almira está enferma —fue la respuesta de St. Clair, dada con voz muy respetuosa pero que sin embargo provocó gran regocijo entre sus condiscípulos.
—Siéntate y, como castigo, soluciona los seis problemas de la página ochenta y cuatro — dijo Ana.
St. Clair pareció algo sorprendido ante el tono, pero fue mansamente a su asiento y cogió su pizarra.
Entonces pasó a hurtadillas un paquete a Joe Sloane. Ana le sorprendió y tomó una fatal resolución sobre el envoltorio.
La anciana señora de Hiram Sloane se había dedicado últimamente a la manufactura y venta de «tortas de nueces», como forma de acrecentar sus menguados ingresos. Las tortas eran especialmente tentadoras para los pequeños y durante varias semanas, Ana tuvo no poco trabajo por esa causa. Camino del colegio, los escolares gastaban sus monedas en lo de la señora de Hiram, trayendo las tortas a clase y, si era posible, comiéndolas y convidando allí a sus compañeros. Ana les previno de que si las seguían llevando, se las confiscaría y a pesar de eso, ante sus mismos ojos, allí estaba St. Clair Donnell pasando una de ellas, envuelta en el papel de listas blancas y azules que usaba la señora Sloane.
—Joseph —dijo Ana en voz baja—, trae aquí ese paquete.
Joe, sorprendido y confundido, obedeció. Era un gordo que siempre enrojecía y se echaba a temblar cuando tenía miedo. Nunca nadie pareció más culpable que el pobre Joe en aquel momento.
—Echa eso al fuego —dijo Ana. Joe la miró sorprendido.
—Por... por... fa... favor, sen... señorita—comenzó.
—Haz lo que te digo, sin discutir.
—Pero... pero... sen... señorita, son... son... —tartamudeó desesperado Joe.
—Joseph, ¿vas a obedecer o no? —dijo Ana.
Alguien más seguro de sí mismo también hubiera titubeado ante el tono y la peligrosa luz de los ojos de Ana. Era ésta una nueva maestra, como nunca la vieran antes los niños. Joe, con una dolorida mirada a St. Clair, fue hasta la estufa, abrió la gran puerta cuadrada del frente y echó dentro el paquete azul y blanco, antes que St. Clair, que se había puesto en pie de un salto, pudiera decir palabra. Entonces se echó atrás, justo a tiempo.
Por unos pocos instantes, los aterrorizados ocupantes del colegio no supieron si lo que ocurrió fue una erupción volcánica o un terremoto. El paquete de aspecto inocente que Ana supusiera, imprudentemente, que contenía las tortas de la señora de Hiram, en realidad escondía fuegos de artificio que el señor Warren Sloane había enviado desde la ciudad el día anterior por intermedio del padre de St. Clair, con la intención de celebrar su cumpleaños esa noche. Los cohetes estallaron como truenos y las ruedas, quemándose por el piso, se movían locamente de un lado a otro. Ana se derrumbó sobre su silla, pálida de desesperación, y las otras niñas se subieron a sus bancos. Joe Sloane quedó como transfigurado en medio de la conmoción y St. Clair, riendo como loco, iba de un extremo a otro del pasillo. Prillie Rogerson se desvaneció y Annetta Bell se puso histérica.
Pareció transcurrir un siglo, aunque en realidad fueron sólo unos pocos minutos, antes de que se extinguiera la última rueda. Ana se recobró y corrió a abrir las puertas para dejar salir el gas y el humo que llenaban la habitación. Ayudó a las niñas a llevar a la inconsciente Prillie a la galería, donde Barbara Shaw, con su ansia por ser útil, echó un balde de agua medio helada sobre la cabeza y los hombros de la pobre muchacha, antes de que nadie pudiera detenerla.
Pasó una hora antes de que se restaurara la tranquilidad; el silencio podía palparse. Todos comprendieron que ni la explosión había podido aclarar la atmósfera mental de la maestra. Nadie, excepto Anthony Pye, se atrevía a murmurar palabra. Ned Clay hizo chirriar accidentalmente su lápiz mientras calculaba una suma, vio la mirada de Ana y deseó que la tierra le tragara. La clase de geografía les hizo viajar por el continente a una velocidad que los mareó. La de gramática fue un escrupuloso y agotador análisis. Chester Sloane, al deletrear «odorífero» con dos erres, tuvo la sensación de que no podría sobrevivir a tal desgracia.
Ana sabía que se había puesto en ridículo y que el incidente sería el hazmerreír aquella tarde, pero tal seguridad sólo la enfadaba más. En un estado de ánimo más tranquilo, el incidente habría terminado en risas, pero ahora era imposible; de manera que lo ignoró con helado desdén.
Cuando Ana regresó a clase después de almorzar, todos los niños se hallaban en sus asientos como de costumbre y todas las caras se inclinaban sobre los pupitres, con aspecto estudioso, excepto la de Anthony Pye. Éste contemplaba a Ana por encima de su libro, con los negros ojos brillando de curiosidad y burla. Ana abrió el cajón de su escritorio para buscar una tiza y apareció un ratón que corrió por encima del mueble y saltó al suelo. Ana dio un brinco y lanzó un grito, como si se hubiera tratado de una serpiente, y Anthony Pye se rió a carcajadas.
Entonces se hizo el silencio; un silencio incómodo y pavoroso. Annetta Bell dudaba entre dar rienda suelta o no a su histeria, especialmente ya que no sabía dónde había ido el ratón. Pero decidió que no. ¿Quién se atrevería a darse el lujo de la histeria con una maestra de cara tan blanca y ojos tan brillantes, de pie ante uno?
—¿Quién puso ese ratón en mi escritorio? —dijo Ana.
Su voz era bastante baja, pero hizo correr un estremecimiento por la espalda de Paul Irving. Joe Sloane la miró, sintiéndose responsable de la cabeza a los pies, pero tartamudeó:
—Yo... yo... no... no... sen... señorita. Ana no prestó atención al infeliz Joe. Miró a Anthony Pye y éste le devolvió la mirada, sin confundirse ni avergonzarse.
—Anthony, ¿fuiste tú?
—Sí, yo fui —fue la insolente respuesta.
Ana cogió su puntero. Era un instrumento largo y pesado.
—Ven aquí, Anthony.
Aquél estuvo muy lejos de ser el castigo más severo que sufriera Anthony Pye. Ana, aun en el estado tormentoso de aquellos momentos, no podría haber castigado cruelmente a un niño. Pero el puntero dio en el lugar preciso y, finalmente, el valor de Anthony le abandonó; dio un respingo y le saltaron las lágrimas.
Ana, cuya conciencia despertó de improviso, dejó caer el puntero y envió a Anthony a su sitio. Se sentó frente a su escritorio, sintiéndose avergonzada, arrepentida y amargamente mortificada. Su enfado se había desvanecido y hubiera dado cualquier cosa por poder hallar el alivio de las lágrimas. De manera que toda su jactancia había terminado en esto, en el castigo corporal de uno de sus alumnos. ¡Cómo alardearía Jane de su triunfo! Pero, peor que esto, y lo que más amargura le causaba es que había perdido su última oportunidad de ganarse a Anthony Pye. Ahora ya no la querría más.
Ana, mediante lo que alguien llamó «un esfuerzo hercúleo», fue capaz de retener sus lágrimas hasta llegar a casa. Allí se encerró en su habitación y lloró sobre la almohada toda su vergüenza, su remordimiento y su desilusión. Lloró tanto rato que Marilla se alarmó, invadió la habitación e insistió en saber qué ocurría.
—Lo que ocurre es que me remuerde la conciencia —lloró Ana—. ¡Oh!, ha sido un día tan terrible, Marilla. Estoy tan avergonzada de mí misma. Me salí de mis casillas y azoté a Anthony Pye.
—Me alegra saberlo —dijo Marilla con decisión—. Debiste haberlo hecho hace tiempo.
—Oh, no, no, Marilla. Y no sé cómo voy a poder volver a mirar otra vez a la cara a esos niños. Creo que me he humillado terriblemente. No sabe usted cuan enfadada, odiosa y horrible estuve. No puedo olvidar la expresión en los ojos de Paul Irving... parecía tan sorprendido y desilusionado. Oh, Marilla, he tratado con todas mis fuerzas de ser paciente y de ganarme el afecto de Anthony Pye... y ahora no habrá servido para nada.
Marilla pasó su mano encallecida por el trabajo por la revuelta cabellera de la muchacha, con un gesto de ternura. Cuando decrecieron los sollozos de Ana, dijo en tono muy suave para lo que era ella:
—Ana, te tomas las cosas demasiado a pecho. Todos cometemos errores, pero la gente los olvida. Y los días terribles llegan para todos. En lo que se refiere a Anthony Pye, ¿por qué te preocupas de que no te quiera? Es el único.
—No puedo evitarlo. Deseo que todos me aprecien y me hace daño cuando alguien no me quiere. Y ahora, no ocurrirá eso con Anthony Pye. Oh, Marilla, hoy he cometido una idiotez. Le voy a contar todo.
Marilla escuchó el relato sonriendo ligeramente de vez en cuando. Ana nunca lo supo. Cuando ésta hubo terminado, dijo abruptamente:
—Bueno, no importa. Eso ha terminado y mañana será otro día. Todavía hay errores, como acostumbras a decir. Baja conmigo a cenar. Veremos si una taza de té y algunos buñuelos te levantan el espíritu.
—Los buñuelos no curan una mente enferma —dijo Ana desconsolada.
Pero Marilla pensó que era una buena señal que aceptara su sugerencia.
La alegre mesa de la cena, con las brillantes caras de los mellizos y los inigualables buñuelos de Marilla —de los que David comiera cuatro— le «levantaron el espíritu» en forma considerable. Aquella noche durmió bien y despertó a la mañana siguiente para hallar que el mundo y ella estaban transformados. Durante las horas de oscuridad, había nevado suave y profundamente y la hermosa blancura, que chispeaba al escarchado sol, parecía como un manto de caridad echado sobre los errores y humillaciones del pasado.
«Cada mañana se empieza de nuevo, cada mañana el mundo es hecho otra vez», cantaba Ana mientras se vestía.
A causa de la nieve, tuvo que tomar por el camino para ir al colegio y se le ocurrió que era una impía coincidencia que Anthony Pye pasara por allí, justo cuando dejaba el sendero que venía desde «Tejas Verdes». Se sintió tan culpable como si las cosas fuesen a la inversa. Pero ante su indescriptible sorpresa, Anthony no sólo se quitó la gorra —cosa que nunca hiciera antes— sino que dijo:
—Está mal para caminar. ¿Le puedo llevar los libros, señorita?
Ana entregó sus libros dudando de si estaba despierta.
Anthony llegó al colegio en silencio, pero cuando Ana cogió sus libros, sonrió al niño... no con la estereotipada sonrisa «amable» con que le había obsequiado persistentemente, sino con un repentino relámpago de camaradería. Anthony sonrió; no, a decir verdad, Anthony hizo una mueca. Generalmente no se supone que una mueca sea algo respetuoso; así y todo, Ana sintió que si no había ganado aún el cariño de Anthony, de un modo u otro tenía su respeto. La señora Lynde fue a verla el domingo siguiente y lo confirmó.
—Bueno, Ana, creo que estás triunfando con Anthony Pye, eso es. Dice que él cree que tienes algo de bueno, después de todo, aunque seas una chica. Dice que le castigaste «justo y tan bien como un hombre».
—Nunca esperé ganarlo a fuerza de golpes —dijo Ana tristemente, sintiendo que sus ideas habían fracasado en algo—. No parece justo. Estoy segura de que mi teoría sobre la bondad no puede ser errónea.
—No; pero los Pye son una excepción a toda regla conocida; eso es —declaró la señora Lynde con convicción. Cuando se enteró el señor Harrison exclamó:
—De modo que llegó a hacerlo.
Y Jane machacó sobre ello sin misericordia.

ANA DE AVONLEAWhere stories live. Discover now