La dulce señorita Lavendar

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La escuela comenzó de nuevo y Ana volvió al trabajo con menos teorías pero mayor experiencia. Tenía algunos nuevos alumnos de seis y siete años, que se aventuraban con los ojos muy abiertos por el camino del saber. Entre ellos se contaban Davy y Dora. Davy se sentó junto a Milty Boulter, quien ya hacía un año que iba a la escuela y por lo tanto era casi un hombre de mundo. Dora ya había hecho arreglos el día anterior para sentarse con Lily Sloane; pero ésta no fue a la escuela el primer día y Dora se sentó temporalmente junto a Mirabel Cortón, que tenía diez años y, por esa razón, aparecía ante los ojos de Dora como una de las «niñas grandes».
—Creo que la escuela es muy divertida —le dijo Davy a Marilla al regresar a casa—. Dijiste que me iba a resultar muy difícil estar tanto tiempo sentado y así es, casi es completamente cierto; pero se pueden retorcer las piernas debajo del pupitre y eso ayuda mucho. Es espléndido tener tantos niños con quienes jugar. Me siento con Milty Boulter y es excelente. Es más alto que yo, pero yo soy más ancho. Es mejor estar en los asientos de atrás, pero no puedo hacerlo hasta tener las piernas lo suficientemente largas como para que lleguen al suelo. Milty hizo un retrato de Ana en su pizarra y era tan horriblemente feo que le dije que si hacía dibujos de Ana como ése le daría una paliza durante el recreo. Primero pensé en hacer un retrato suyo con cuernos y cola, pero temía herir demasiado sus sentimientos, y Ana dice que nunca hay que lastimar los sentimientos de nadie. Debe ser terrible tener los sentimientos heridos. Es mejor dar un golpe a un niño que herir sus sentimientos. Milty dijo que no me tenía miedo, pero que le cambiaría el nombre por complacerme, de modo que borró el nombre de Ana y escribió Barbara Shaw.
Milty no quiere a Barbara porque ella dice que él es un niño delicado y una vez le golpeó con suavidad la cabeza.
Dora dijo puntillosamente que le gustaba el colegio; pero estaba muy quieta, más que de costumbre; y cuando Marilla la envió arriba a acostarse, comenzó a llorar.
—Estoy... estoy asustada —sollozó—. No... no quiero ir arriba sola.
—¿Qué se te ha metido ahora en la cabeza? —inquirió Marilla—. Te has ido a dormir sola todo el verano y nunca has tenido miedo.
Dora continuaba llorando, de modo que Ana la alzó abrazándola cariñosamente y dijo:
—Cuéntaselo todo a Ana, querida. ¿De qué tienes miedo?
—De... del tío de Mirabel Cotton —lloriqueó Dora—. Hoy, en la escuela, Mirabel me lo contó todo sobre su familia. Casi todos han muerto... todos sus abuelos y abuelas y un montón de tíos y tías. Mirabel dice que tienen la costumbre de morirse. Mirabel está muy orgullosa de tener tantos parientes muertos y me contó cómo se murieron y lo que parecían en sus ataúdes. Y Mirabel dice que uno de sus tíos fue visto cuando caminaba alrededor de la casa después de enterrado. Su madre lo vio. No me importa todo lo demás, pero no puedo dejar de pensar en ese tío.
Ana subió con Dora y se sentó a su lado hasta que ésta se quedó dormida. Al día siguiente, Mirabel Cotton fue abordada durante el recreo y advertida «suave pero firmemente» de que cuando una tenía la desgracia de tener un tío que insistía en pasearse por las casas después de haber sido decentemente enterrado, no era de buen gusto contárselo a una compañera de pocos años. A Mirabel no le gustó que se lo dijeran. Los Cotton no tenían mucho de qué presumir. ¿Cómo iba a mantener su prestigio entre los escolares si le prohibían hablar del fantasma de la familia?
Septiembre pasó. Un viernes por la tarde, Diana fue a visitarla.
—Hoy he recibido una carta de Ella Kimball, Ana, y quiere que vayamos a tomar el té mañana por la tarde para presentarnos a su prima Irene Trent, que vive en la ciudad. Pero no puedo disponer de ningún caballo mañana y tu poni está rengo, de modo que no tenemos con qué ir.
—¿No podemos ir caminando? —sugirió Ana—. Si cortamos por atrás, a través de los bosques llegaremos al camino de West Grafton no lejos de lo de Kimball. Anduve por allí el invierno pasado y conozco el camino. No son más que seis kilómetros y no tendremos que volver caminando a casa, porque con toda seguridad nos traerá Oliver Kimball. Estará encantado por la excusa, porque él va a visitar a Carrie Sloane y dicen que su padre raramente le deja usar el caballo.
Quedó arreglado que irían caminando y la tarde siguiente emprendieron la marcha, yendo por el Sendero de los Amantes hasta la parte de atrás de la granja de los Cuthbert, donde hallaron una senda que se internaba en el corazón de acres de brillantes hayas y bosques de arce, en medio de una inmensa paz y tranquilidad.
—Es como si el año estuviera arrodillado rezando en una vasta catedral llena de suaves y coloridas luces. ¿No es cierto? —dijo Ana soñadoramente—. No parece correcto apresurarse por aquí, es una irreverencia, como si corrieras por una iglesia.
—De cualquier modo debemos darnos prisa —respondió Diana, mirando su reloj—. Ya casi no nos queda tiempo.
—Bueno, andaré deprisa, pero no me pidas que hable —dijo Ana aligerando su marcha—. Quiero beber el encanto del día... Siento como si tocara mis labios cual un vaso de vino eterno y debo degustar un sorbo a cada paso.
Quizá fuera porque se encontraba tan absorta «bebiendo», que Ana dobló hacia la izquierda cuando llegaron a un cruce del camino. Debió haber ido por la derecha, pero más tarde consideró este error como el más afortunado de su vida. Finalmente llegaron a un solitario camino cubierto de césped sin otra cosa que abedules en derredor.
—¿Pero, dónde estamos? —exclamó Diana asombrada—. Este no es el camino de West Grafton.
—No, es el camino de Middle Grafton —dijo Ana algo avergonzada—. Debo haberme equivocado en la bifurcación del camino. No sé exactamente dónde estamos, pero debemos hallarnos a unos cuatro kilómetros de lo de Kimball.
—Entonces no podremos estar allí antes de las cinco, porque ya son las cuatro y media —dijo Diana con una intranquila mirada a su reloj—. Llegaremos después de que hayan tomado el té y tendrán que molestarse en servirlo de nuevo para nosotras.
—Mejor sería que regresáramos a casa —sugirió Ana humildemente. Pero Diana, después de considerarlo, resolvió lo contrario.
—No, debemos seguir y aprovechar la tarde ya que estamos en esto.
Unos metros más adelante, las jóvenes llegaron a un lugar donde el camino volvía a bifurcarse.
—¿Cuál debemos seguir? —preguntó Diana dubitativamente. Ana sacudió la cabeza.
—No sé, y no podemos exponernos a cometer más equivocaciones. Aquí hay un sendero que se interna directamente en el bosque. Debe de haber una casa al otro lado. Vayamos y preguntemos.
—¡Qué camino tan viejo y romántico! —dijo Diana mientras recorrian sus vueltas y recovecos. Se extendía bajo viejos y patriarcales abetos cuyas ramas se encontraban en lo alto, creando una eterna tiniebla donde no podía crecer más que musgo. Sobre uno de los lados estaba la tierra parda, cruzada aquí y allá por rayos de sol. Todo era muy tranquilo y remoto, como si el mundo y sus problemas estuvieran muy lejos.
—Me siento como si caminara por un bosque encantado —dijo Ana en voz baja—. ¿Crees que alguna vez hallaremos el camino de vuelta al mundo, Diana? Pienso que de repente llegaremos a un palacio en el que encontraremos una princesa encantada.
Al dar la vuelta al siguiente recoveco del sendero, se hallaron, no ante un castillo, sino ante una pequeña casa, casi tan sorprendente como lo hubiera sido un castillo en esta provincia de convencionales granjas de madera, tan parecidas todas. Ana se detuvo asombrada y Diana exclamó:
—¡Oh!, ahora sé donde estamos. Ésta es la casita de piedra donde vive la señorita Lavendar Lewis... creo que la llama «La Morada del Eco». A menudo he oído hablar de ella pero nunca la había visto antes... ¿No es un lugar romántico?
—Es el sitio más dulce y bonito que he visto o imaginado —dijo Ana, encantada—. Parece sacado de un libro de cuentos o de un sueño.
La casa era un edificio bajo, construido con bloques de piedra arenisca roja de la isla, con un pequeño tejado puntiagudo, donde asomaban dos ventanas con exquisitos frontones de madera y dos grandes chimeneas. Toda la casa estaba cubierta por una exuberante enredadera que hallaba fácil apoyo sobre la ruda obra de sillería y que la escarcha del otoño había tornado de un hermoso tono bronceado y rojo.
Delante de la casa había un jardín del que partía el sendero donde estaban detenidas las muchachas. Bordeaba la casa por un lado y los otros tres estaban rodeados por una vieja pared de piedra, tan cubierta de musgo, hierbas y heléchos, que parecía una inmensa loma verde. A derecha e izquierda, altos y oscuros abetos extendían sus ramas como palmas sobre él, pero a sus pies había un pequeño prado reverdecido de tréboles que descendían suavemente hasta el lago azul del río Grafton. No se veía otra casa o claro por los alrededores; sólo cumbres y valles cubiertos por jóvenes abetos.
—¿Qué clase de persona será la señorita Lewis? —preguntó Diana, mientras abrían la puerta del jardín—. Dicen que es muy peculiar.
—Entonces debe ser muy interesante —afirmó Ana decididamente—. La gente peculiar por lo menos es eso. ¿No te había dicho que llegaríamos a un palacio encantado? Por algo los duendes han entretejido magia por ese sendero.
—Pero la señorita Lavendar Lewis no tiene nada de princesa encantada —rió Diana—. Es una anciana... he oído que tiene cuarenta y cinco años y que es toda gris.
—Oh, eso es sólo parte del hechizo —aseguró Ana confidencialmente—. Su corazón es aún joven y hermoso... y si sólo supiéramos cómo conjurar el encantamiento, volvería a ser radiante y bella. Pero no lo sabemos. Sólo el príncipe lo sabe, y el de la señorita Lavendar no ha llegado aún. Quizá lo ha detenido algún fatal infortunio... aunque eso está contra las leyes de todos los cuentos de hadas.
—Me temo que llegó hace mucho tiempo y volvió a irse —dijo Diana—. Dicen que estuvo comprometida con Stephen Irving, el padre de Paul, cuando eran jóvenes. Pero discutieron y se separaron.
—¡Silencio! —previno Ana—. La puerta está abierta.
Las jovencitas se detuvieron en la galería bajo la enredadera de hiedra y golpearon la puerta abierta. Hubo ruido de pasos dentro y apareció una personita singular, una niña de unos catorce años, de rostro pecoso, nariz chata, una boca tan grande que realmente parecía llegarle «de oreja a oreja», y dos largas trenzas de cabello rubio atadas con enormes lazos de cinta azul.
—¿Está la señorita Lewis? —preguntó Diana.
—Sí, señora. Pase, señora... por aquí, señora... y siéntese, señora. Le diré a la señorita Lavendar que está usted aquí, señora. Está arriba, señora.
Con estas palabras desapareció la pequeña criada y las jóvenes, al quedar solas, miraron en derredor con ojos encantados. El interior de la maravillosa casita era tan interesante como su exterior. La habitación era de techo bajo y tenía dos pequeñas ventanas cuadradas, adornadas con cortinas de muselina llenas de volantes. Todos los muebles eran muy antiguos, pero tan limpios y bien conservados, que el efecto resultaba delicioso. Pero debemos admitir que el mueble más atractivo para dos muchachas llenas de salud que han caminado seis kilómetros en una fresca tarde de otoño, era una mesa servida con delicada porcelana azul pálido y cargada de deliciosos manjares, mientras pequeños heléchos dorados esparcidos sobre el mantel le daban lo que Ana hubiera llamado «un aire festivo».
—La señorita Lavendar debe esperar gente a tomar el té —murmuró—. Hay servicio para seis personas. ¡Qué criada tan graciosa tiene! Parece un heraldo del país de los duendes. Supongo que ella podría habernos indicado el camino, pero tenía curiosidad por ver a la señorita Lavendar... Sssssh, allí viene.
Y la señorita Lavendar apareció en la puerta. Las jóvenes se llevaron tal sorpresa que olvidaron los buenos modales y se quedaron con la boca abierta. Subconscientemente habían esperado ver el tipo común de solterona, una persona angulosa, de estirados cabellos grises y anteojos. No podían haber imaginado nada más distinto de la señorita Lavendar.
Era una dama pequeña, de espesos cabellos blancos como la nieve, maravillosamente ondulados y peinados con cuidado. Debajo de ellos asomaba un rostro juvenil de rosadas mejillas y dulces labios, con grandes ojos castaños y hoyuelos, verdaderos hoyuelos. Llevaba un exquisito traje de muselina color crema con rosas pálidas... un vestido que habría parecido ridiculamente juvenil en la mayoría de las mujeres de su edad, pero que le quedaba tan perfectamente que no podía pensarse en ello.
—Charlotta IV dice que desean verme —dijo con una voz acorde con su apariencia.
—Queríamos preguntar por el camino a West Grafton —dijo Diana—. Estamos invitadas a tomar el té en casa de Kimball, pero equivocamos el rumbo y en vez de llegar al camino de West Grafton desembocamos en el camino lateral. ¿Debíamos doblar hacia la derecha o hacia la izquierda a la entrada de su camino?
—A la izquierda —dijo la señorita Lavendar con una indecisa mirada a la mesa del té. Luego exclamó, como si se hubiera resuelto de pronto.
—Pero, ¿por qué no se quedan a tomar el té conmigo? Por favor, quédense. En lo del señor Kimball ya habrán terminado cuando ustedes lleguen y Charlotta IV y yo estaremos encantadas de tenerlas con nosotras.
Diana hizo una muda pregunta a Ana.
—Nos encantaría —dijo Ana rápidamente, porque había decidido que quería saber más de la sorpresiva señorita Lavendar—, si no fuera mucha molestia para usted. Porque está esperando otros invitados, ¿no es cierto?
La señorita Lavendar volvió a mirar la mesa y se sonrojó.
—Sé que les pareceré terriblemente tonta —dijo—. Lo soy y me avergüenzo cuando me descubren, pero nunca si esto no ocurre. No espero a nadie. Sólo lo simulaba; estoy muy sola, ¿saben? Adoro la compañía, es decir, la verdadera compañía, pero son tan pocas las personas que vienen hasta aquí. Charlotta IV también estaba sola. De modo que simulé que iba a dar un té. Cociné, decoré la mesa, puse la porcelana de bodas de mi madre y me vestí para la ocasión.
Diana secretamente pensó que la señorita Lavendar era tan peculiar como la pintaban. ¡Una mujer de cuarenta y cinco años jugando a las visitas como si fuera una niña! Pero Ana, con los ojos brillantes, exclamó gozosa:
—¡Oh!, ¿usted también imagina cosas? El «también» le reveló a la señorita Lavendar que tenía ante sí un alma gemela.
—Sí, lo hago —confesó libremente—. Por supuesto es una tontería en alguien de mi edad. Pero, ¿de qué vale ser una solterona independiente si no puede ser tonta cuando tiene ganas sin herir los sentimientos de nadie? Una persona debe tener algunas compensaciones. A veces pienso que no podría vivir sin la imaginación. No me sorprenden así a menudo y Charlotta IV nunca dice nada. Pero me alegro que haya ocurrido, porque ustedes han venido en realidad y yo tengo el té listo. ¿Quieren pasar al cuarto de huéspedes a dejar sus sombreros? Es esa puerta blanca frente a la escalera. Debo ir a la cocina a vigilar que Charlotta IV no deje hervir el té. Charlotta IV es una niña muy buena, pero deja hervir el té.
La señorita Lavendar corrió a la cocina y las jovencitas subieron al cuarto de huéspedes, una habitación tan blanca como su puerta, iluminada por la ventana cubierta de hiedra y con todo el aspecto, como dijo Ana, de ser el lugar donde nacen los sueños.
—Es toda una aventura, ¿no te parece? —dijo Diana—. ¿No es dulce la señorita Lavendar aunque sea algo rara? No parece en absoluto una solterona.
—Creo que parece un sonido musical —respondió Ana.
Cuando bajaron, la dueña de casa estaba llevando la tetera y detras de ella, con aspecto muy complacido, iba Charlotta IV con un plato de bizcochos calientes.
—Ahora, deben decirme sus nombres —dijo la señorita Lavendar—. Estoy tan contenta de que sean jóvenes. Adoro las jóvenes. Es fácil pretender que yo misma soy una muchacha cuando estoy con ellas. Odio —continuó con una mueca— pensar que soy vieja. Ahora bien, ¿quiénes son ustedes? ¿Diana Barry y Ana Shirley? ¿Puedo imaginar que las conozco hace cien años y llamarlas Ana y Diana directamente?
—Puede hacerlo —dijeron las niñas al unísono.
—Entonces sentémonos a comer —dijo la señorita Lavendar alegremente—. Es una suerte que haya preparado el bizcocho y los buñuelos. Por supuesto, era una tontería hacerlos para huéspedes imaginarios. Sé que Charlotta IV lo pensaba; ¿no es así, Charlotta? Pero ya ven qué bien se ha resuelto todo. Claro que no se iban a desperdiciar, porque Charlotta y yo los hubiéramos ido comiendo. Pero el bizcocho no es algo que mejore con el tiempo.
Fue una alegre y memorable merienda y cuando terminaron, salieron al jardín bajo el resplandor de la puesta de sol.
—Pienso que vive en el más maravilloso de los lugares —dijo Diana mirando en torno de ella admirativamente.
—¿Por qué lo llama «La Morada del Eco»? —preguntó Ana.
—Charlotta —dijo la señorita Lavendar—, trae el pequeño cuerno de hojalata que está colgado sobre el estante del reloj. Charlotta IV salió corriendo y regresó con el cuerno.
—Sopla, Charlotta —le ordenó.
Charlotta sopló y se oyó un sonido algo ronco y estridente. Hubo un momento de silencio... y luego, desde los bosques, llegó una multitud de hermosos ecos, dulces, fugaces, argentinos, como si todos los «cuernos de la región del encanto» estuvieran soplando. Ana y Diana quedaron maravilladas.
—Ahora ríe, Charlotta. Ríe fuerte.
Charlotta, que probablemente hubiera obedecido a la señorita Lavendar aunque le hubiera ordenado que se pusiese cabeza abajo, subió al banco de piedra y rió fuerte y con todas sus ganas. El eco lo devolvió, como si una horda de duendes estuvieran haciendo burlas a su risa en los bosques púrpura y a lo largo de la orla de abetos.
—La gente siempre ha admirado mi eco —dijo la señorita Lavendar como si el eco fuera de su propiedad—. Yo lo quiero mucho. Son muy buena compañía, con un poquito de imaginación. En los calmos atardeceres, Charlotta IV y yo nos sentamos aquí y nos entretenemos con él. Charlotta, llévate el cuerno y cuélgalo en su sitio con cuidado.
—¿Por qué la llama Charlotta IV? —preguntó Diana, que se consumía de curiosidad.
—Sólo para no confundirla con todas las otras Charlotta de mis pensamientos —dijo la señorita Lavendar seriamente—. Todas se parecen tanto que no puedo distinguirlas. Su nombre no es realmente Charlotta. Es... déjeme pensar... ¿cómo era? Creo que Leonora... sí, es Leonora. Verás, la cosa es así, cuando murió mi madre hace diez años, no podía quedarme aquí sola... y no tenía medios para pagar el sueldo de una criada. De modo que hice venir a vivir conmigo a Charlotta Bowman a cambio de casa y comida. Su verdadero nombre era Charlotta: fue Charlotta I. Tenía trece años y se quedó conmigo hasta los dieciséis. Luego se fue a Boston, porque allí podría abrirse camino mejor. Entonces vino su hermana a quedarse aquí. Se llamaba Julietta. Me parece que la señora Bowman tiene debilidad por los nombres caprichosos, pero era tan parecida a Charlotta que continué llamándola por este nombre y no se opuso. De manera que abandoné mis esfuerzos por recordar su verdadero nombre. Fue Charlotta II y cuando se fue, vino Evelina y fue la III. Ahora tengo a Charlotta IV y cuando tenga dieciséis años —ahora tiene catorce— se irá también a Boston y realmente no sé que haré entonces. Charlotta IV es la última de las hermanas Bowman y la mejor. Las otras Charlotta siempre me demostraron que pensaban que era una tontería el que yo imaginara cosas, pero Charlotta IV nunca lo hace, no importa lo que piense realmente. No me importa lo que pueda pensar la gente de mí mientras no me lo haga ver.
—Bueno —dijo Diana mirando pesarosa el sol que se ponía en el horizonte—. Supongo que debemos irnos si queremos llegar a casa del señor Kimball antes de que oscurezca. Hemos pasado un rato delicioso, señorita Lewis.
—¿Vendréis a verme otra vez? —rogó ésta.
La alta Ana puso su brazo sobre el hombro de la pequeña dama.
—Claro que sí —prometió—, ahora que la hemos descubierto. Sí, debemos irnos, «debemos arrancarnos de aquí», como dice Paul Irving cada vez que viene a «Tejas Verdes».
—¿Paul Irving? —Hubo una repentina mutación en la voz de la señorita Lavendar—. ¿Quién es? No sabía que hubiera alguien de ese nombre en Avonlea.
Ana se sintió molesta por su propia imprudencia; cuando nombró a Paul, había olvidado el viejo romance de la señorita Lavendar.
—Es un pequeño alumno mío —explicó pausadamente—. Llegó de Boston el año pasado a vivir con su abuela, la señora Irving, sobre el camino de la playa.
—¿Es el hijo de Stephen Irving? —preguntó la señorita Lavendar inclinándose sobre la franja de flores de lavanda de modo que su rostro quedó oculto.
—Sí.
—Voy a darles un manojo de lavandas a cada una —dijo la señorita Lewis brillantemente, como si no hubiera oído la respuesta a su pregunta—. Son muy dulces, ¿no les parece? Mamá siempre las amó. Ella plantó estos canteros hace mucho tiempo. Papá me llamó Lavendar porque también a él le gustaban mucho. Vio a mi madre por primera vez cuando visitó su casa en East Grafton. Se enamoró a primera vista. Le pusieron en el cuarto de huéspedes; las sábanas estaban perfumadas con lavanda. Y permaneció despierto toda la noche pensando en ella. Desde entonces papá siempre amó el perfume de la lavanda. Y por eso me dieron su nombre. No olvidéis regresar, queridas. Charlotta IV y yo os estaremos esperando.
Abrió la puertecilla para que pasaran. Repentinamente parecía vieja y cansada; el resplandor y brillo de su rostro se había desvanecido; su sonrisa era tan dulce como siempre, pero cuando las jóvenes se giraron en la primera curva del sendero, la vieron sentada sobre el viejo banco de piedra bajo los plateados álamos en medio del jardín, con la cabeza entre las manos.
—Parece muy triste —dijo Diana suavemente—. Debemos venir a verla a menudo.
—Pienso que sus padres le dieron el nombre más apropiado y conveniente que podían darle — dijo Ana—. Si hubieran sido tan ciegos como para llamarla Elisabeth o Nellie o Muriel, igual debía ser llamada Lavendar. Ese nombre está lleno de sugerencias de antiguas gracias y «trajes de seda». Ahora mi nombre me suena a pan y manteca, remiendos y tareas domésticas.
—Oh, yo no pienso así —exclamó Diana—. Ana me parece realmente majestuoso, como una reina. Pero hasta Kerrenhappuch me gustaría si fuera tu nombre. Creo que la gente hace bonitos o feos a los nombres, según cómo se comporte. Ahora no puedo soportar los nombres de Josie o Gertie, pero antes de conocer a los Pye, pensaba que eran nombres bonitos.
—Es una idea espléndida, Diana —dijo Ana entusiasmada—. Vivir para embellecer el nombre, aunque no sea tan hermoso en sí mismo y hacerlo, resaltar en la mente de las gentes como algo bello y placentero en lo cual nunca pensarían. Gracias, Diana...

ANA DE AVONLEAWhere stories live. Discover now