Capítulo Cuarenta y Ocho

26.3K 3.1K 1K
                                    

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.



Sebastian está tan tranquilo que me parece asombroso que sea capaz de controlar tanto sus emociones hasta el punto que parece que no tiene importancia lo que vamos a hablar. Quizá solo aparenta que lo está, puede ser una posibilidad, al igual que yo, que estoy mostrando calma cuando no estoy para nada relajada. Llevo alterada desde que ha empezado a cantar y esa inquietud ha ido en aumento a medida que iban pasando las horas.

Lo miro en un intento de descubrir si le ocurre lo mismo que a mí, que no sabe cómo sentirse ante la conversación que vamos a tener o no sabe qué esperar del otro.

¿También tendrá los mismos miedos? ¿Tampoco querrá perder lo que sea que tenemos por temor a que no funcione?

No negaré que me ha gustado que me haya sorprendido de esta forma, viniendo a la boda de mi amiga, tal y como le pedí. Pero ese gesto me ha dejado muy poco margen, por no decir nulo, para preparar la conversación que vamos a tener. Nunca he sido de tomar decisiones a la ligera y menos de hablar sin haber pensado lo que voy a decir. Necesitaba tener unos días para hacerlo y asegurarme de que iba a tener el control.

Sin embargo, aquí estoy, en su habitación de hotel, mirándole a sus ojos zafiro y perdiéndome sin querer en ellos. Incapaz de poder pensar con la lógica que siempre me ha caracterizado ni siendo consciente de que quizá ya es demasiado tarde para hacerlo, que hace tiempo que perdí esa oportunidad, porque Sebastian tiene un gran efecto en mí.

—No sería educado de mi parte si no te ofrezco que te sientes y que insista en sí quieres una bebida.

Con un gesto de mano hace que le siga, recorremos la suite en silencio hasta que me señala un gran sofá. Me siento con cuidado de que la capa que lleva mi vestido no se arrugue y espero a que él haga lo mismo, pero se queda de pie, a una distancia prudencial. Cruza los brazos y sus ojos recorren toda la habitación, centrándose en todo excepto en mí.

Tengo la sensación de que algo en él ha cambiado de repente, ya no le veo tranquilo ni tampoco lo aparenta. No sé qué se le pasa por la mente ahora mismo, pero me gustaría saber el qué.

—¿Por qué no te sientas?

—Cuando estoy nervioso suelo pasearme de arriba abajo en la habitación —admite y lo hace, recorre unos pasos mientras mira el suelo—. Es lo único que me apacigua en cierta forma.

—¿Estás nervioso?

No sé por qué estoy preguntando obviedades. Él ha admitido que lo está, pero tengo la necesidad de llenar el silencio, probablemente porque también estoy nerviosa. Él niega con la cabeza con una sonrisa en el rostro y se pasa la mano por el cabello.

—¿Tú no? —rebate.

—Siéntate, por favor —insisto.

Él lo hace y vuelve a mirarme. No sé si es consciente de lo que me está diciendo solo con su expresión y sin saber bien la razón, le cojo una de las manos y la entrelazo con la mía. Está callado, probablemente sin entender el motivo por el que le he pedido que se siente a mi lado. Para mí tiene mucho sentido, no quiero tener una conversación de tanta importancia estando a tanta distancia y a diferentes alturas, sin contar que no fluiría del mismo modo. La expresión corporal delata más de lo que la gente se cree, y si él sigue de pie es que no está en el mismo punto que yo.

La soledad de la coronaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora