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Aquel día el chef Brasme estaba más risueño que de costumbre, por primera vez en todo el semestre no se molestó cuando llegué tarde al salón. Le regresé la sonrisa un tanto avergonzado y me senté hasta atrás, como siempre. Técnicas y preparaciones culinarias era una clase importante, pero muy aburrida. Marla, mi compañera y mejor amiga, solía prestarme sus notas después de clase porque me quedaba dormido.

—Muy bien, muchachos, el día de hoy seguiremos con los mariscos —dijo Brasme—. Este es muy sabroso, uno de mis favoritos—. señaló la enorme hielera sobre su mesa— ¿Pueden adivinar de cuál se trata?

—Sirena —respondió uno de los alumnos sentados al frente.

—¡Exacto! Es sirena. Su preparación no es complicada pero sí tediosa, pongan mucha atención.

Lo obedecí. Esta clase me interesaba mucho porque las sirenas eran comida gourmet y nos dejaría probarla cuando terminara. El chef abrió la hielera y sacó una sirena adulta de cola azul. No se movía, solo parpadeaba. Brasme la puso delicadamente sobre la mesa.

—Está sedada —dijo—. Cuando vayan a comprarlas les darán tres dosis de narcóticos para mantenerlas en ese estado. No se refrigeran porque la carne se estropea, así que deben matarlas al momento. Pueden estar hasta cinco horas fuera del agua sin morirse.

Marla alzó la mano y Brasme le dio la palabra.

—¿Cuánto tiempo dura la droga? —le preguntó ella.

—Tres horas, pero hay sirenas que son más resistentes y una dosis no es tan efectiva. Si ven que se empieza a mover no se asusten, solo tengan otra jeringa a la mano. Cuídense de no cortarse, ya saben lo salvajes que se vuelven cuando huelen la sangre humana.

Recordé las noticias que vi en televisión la semana pasada: un cocinero en Berlín perdió su nariz y parte de su mejilla derecha tras ser atacado por una sirena, quién olió su sangre a causa de una cortada con papel. Se necesitaron cinco hombres para inmovilizarla.

Brasme se dispuso a contar una anécdota de cuando pescaba sirenas junto a su padre en sus vacaciones de verano, y yo no le presté mucha atención. Tenía los ojos fijos en la sirena; ella respiraba con dificultad, veía su pecho subir y bajar lentamente. Tenía las clavículas muy marcadas y la piel pálida. Las branquias en su cuello palpitaban, y su cabello era naranja, rizado y abundante.

—Siempre hay que respetar la muerte del animal —dijo Brasme—. Sus cuellos son frágiles, así que si los rompen ellas morirán al instante y sin dolor. Tienen que ser rápidos al hacerlo, no duden en ningún momento o harán un mal trabajo.

Acto seguido, sostuvo la cabeza de la sirena. Yo me cubrí los ojos con las manos, y no volví a ver hasta que escuche un leve crack, seguido de expresiones de asombro por parte de mis compañeros.

—Ya está, así es como se hace —dijo Brasme con orgullo—. La decapitación sólo es llevada a cabo por torpes amateurs.

Ahora la cabeza de la sirena estaba de lado, y nos veía con sus ojos totalmente negros. El chef tomó un cuchillo y lo posicionó justo donde empezaba la cola.

—Solo es comestible de la cintura para abajo —dijo—, cuando se les corta la cola, el resto de su cuerpo se seca al cabo de cuatro o cinco horas hasta volverse un puñado de polvo.

Dio un corte certero, dejando a la sirena a la mitad. Las manos y delantal de Brasme estaban teñidos de rojo. Lo vi tomar el resto del cuerpo y regresarlo a la hielera.

—Esta carne se puede usar en una gran variedad de platillos. Vayan a la página ciento dieciocho de su libro —dijo—. Pueden prepararla como un simple filete, en canapés, sopas, ensaladas, al horno, en sushi, pero mi predilecto es el sashimi. Esta carne tan tierna se disfruta mejor cruda y con salsa ponzu. ¿Alguna duda hasta ahora? —nadie alzó la mano—. Muy bien, ahora vamos a quitarle las escamas.

Las sirenas, a diferencia de los demás mariscos, no apestaban. Solo había un leve hedor salado en todo el salón. Brasme la seguía pasando bien preparando la cola y rememorando los mejores momentos de su infancia. Bajé la mirada a mi libreta, no tomé apuntes de nada. Me incliné un poco a la derecha.

—Marla —susurré.

—¿Qué pasa, Gus? —me respondió en el mismo tono.

—¿Tomaste apuntes?

—Sí, luego te los paso.

—Gracias.

Ella me sonrió.

—Oye —dijo—. La clase de hoy es muy interesante, ¿no crees? Jamás en mi vida había visto una sirena.

—Solo los ricos pueden comerlas, o tenerlas de mascota.

—O como trabajadoras. Mi hermano fue a Madrid hace poco y me dijo que tienen a dos sirenas amenizando un restaurante bar, se llama Atlantis.

—Bueno, eso es mejor que terminar en manos de un profesor de gastronomía.

Ella rió.

—Y ya está —dijo el chef Brasme. En el plato vi los trozos finamente cortados formando un círculo. De pronto me dio hambre.

—Aún queda mucha carne —señaló lo que quedaba de la cola—¿Quien quiere venir a practicar?

Seis compañeros fueron a la mesa, fascinados. Yo me limite a verlos, y no me puse de pie hasta que terminaron de preparar toda la carne, y Brasme nos pidió que hiciéramos una fila para degustar el sashimi.

—Van a llevarse ochenta y cinco euros a la boca, muchachos—dijo él con una gran sonrisa.

No pude evitar emocionarme. Etienne Brasme era un hombre exitoso, de seguro comía sirena cada vez que se le antojaba, mientras que para la mayoría de nosotros esa sería la primera y quizá última vez. Llegó mi turno, tomé el trozo y me lo comí de un solo bocado. Sentí un cosquilleo agradable en el estómago. Era, sin lugar a dudas, lo más sabroso que había comido; la carne era muy suave y tenía un sabor que se parecía mucho al camarón con un toque de salmón y tilapia. Tuve el impulso de tomar otro pedacito, pero decidí regresar a mi lugar. Había una sonrisa tonta en mi rostro, y me sentía muy en paz.

Tenía diecinueve años, ha pasado una década desde entonces, y ninguna otra cosa me ha dado una sensación parecida.

Así persiste el océanoWhere stories live. Discover now