4

1.7K 250 38
                                    



Rosendo Montero habla. Y habla, y habla. Yo finjo escucharlo. No hace falta que le ponga atención, pues siempre me pide lo mismo.

—... porque justo estamos empezando el nuevo milenio, Sandoval, es muy importante que lo hagas.

Asiento.

—... cinco estrellas, no más, no menos. Agrégale una frase llamativa al final, ¿de acuerdo? Ah, y también...

Asiento de nuevo. Sonrío.

No odio a Montero, solo me disgusta su voz. Habla con un tono cantarino que no queda bien en un hombre de cincuenta y cinco años. Más bien, que no queda bien en ningún hombre sin importar su edad. Me gustaría poder odiarlo como casi todo el equipo de UNIKA lo odia; Montero es prepotente, demasiado confianzudo con las empleadas jóvenes y nunca se calla. Por si fuera poco, me ordena hacer más cosas de las que me corresponden, como corregir los artículos de su sobrino inepto o a veces hasta escribirlos por él. Y eso no me molesta. Gracias a este trabajo puedo estar mucho tiempo en casa y dormir a mis anchas.

—Muy bien, te lo enviaré esta tarde —dice—. Solo son unos cuantos errores, ya sabes que Manuel apenas se graduó. Le falta experiencia.

—Sí, no hay problema.

Montero me da una palmadita en el hombro, risueño. Lo estudio con discreción: es gordo, narizón y se está quedando calvo. Pero viste muy bien, con ropa fina. UNIKA es una revista prestigiosa, él sin duda es un hombre rico y poderoso.

«¿Tendrá esclavas sexuales con cola de pez?» pienso «¿Se las comerá cuando se aburre de ellas y luego compra otras? ¿Su proveedor será el mismo que el de Iñaki?»

Yo creo que sí a todo. Las ha de tener en albercas inflables o peceras enormes con castillos y piedras coloreadas.

Dejo la oficina de Montero, y antes de irme voy por café y galletas a la sala de descanso. Me siento en una esquina y como tranquilamente hasta que escucho unos tacones acercarse, y después percibo un fuerte olor a vainilla.

—Hola, Gustavo.

Volteo a mi derecha. Es Eva, la jefa de la sección de espectáculos.

—Hola —digo, y bebo café.

Ella sostiene una carpeta algo gruesa. De seguro quiere que le corrija algo también. Empiezo a creer que todo el personal de UNIKA se saltó la clase de ortografía y redacción en la secundaria. No puedo evitar sonreír. Todos aquí son tan incompetentes.

—Umm...oye...Gustavo —musita—. Dime, ¿conoces a Iñaki Prego, el de la tele?

—¿Quién le dijo eso? —pregunto sin inmutarme. Ella abre la carpeta y veo fotos de Iñaki y yo saliendo de una tienda de autoservicio en la madrugada, después de beber en el Zafiro. Vaya, qué buenos paparazzi, nunca nos dimos cuenta.

—Oh. Pues sí, lo conozco.

¿Qué más puedo decir?

Eva sonríe mordiéndose el labio inferior.

—¿En serio? Oh, qué interesante. ¿Y desde cuándo lo conoces?

—Desde hace diez años. Éramos compañeros en la universidad.

Me ve con los ojos muy abiertos. A pesar de que tiene las pruebas en sus manos, no puede creerlo. Y la entiendo. Un hombre como Iñaki siempre está rodeado de gente o muy atractiva o muy alegre. Yo no encajo en ninguna de las dos categorías.

—Qué genial ha de ser tener un amigo famoso —dice.

—Es lo mismo que tener un amigo no famoso.

La sonrisa de Eva se ensancha. Empieza a inquietarme.

—Quisiera pedirte un favor muy grande. Verás, mis compañeras y yo llevamos años queriendo entrevista a Iñaki para nuestra sección, lo hemos contactado con su representante varias veces y nunca obtenemos respuesta. ¿Podrías decirle que nos la conceda, por favor? Puede que te haga caso.

Tomo tres galletas de chocolate y dos con canela.

—Está bien —respondo.

De nuevo Eva me mira con incredulidad.

—¿En serio? ¿Lo harás?

—Sí, lo haré —sonrío—. No se preocupe, no le pediré nada a cambio. No soy ese tipo de hombre.

Ese comentario la molesta, pero lo disimula rápidamente.

—Muchas gracias, Gustavo.

—De nada.

Se da media vuelta y abandona la sala. Yo me voy al poco rato. Antes de ir a casa, paso por una tienda de discos. Me gusta mucho escuchar música jazz y downtempo en vinilos, creo que es el mejor formato para disfrutarla. Mi madre tenía una gran colección y las ponía de fondo cuando cocinábamos juntos. Ella parecía una típica ama de casa de los cincuenta con el cabello corto, vestidos largos y tacones. En esos tiempos era feliz, supongo que sigo escuchando esta música para regresar a esa época aunque sea por unos minutos.

Tomo un disco cuya portada es una chica de perfil usando un vestido rojo y tocando el saxofón. Mi camino a casa dura poco más de dos horas. Llego cuando ya son casi las siete de la tarde, y pongo en el tocadiscos el álbum recién comprado. La melodía es buena, hay mucha presencia del bajo. Me dirijo a la alacena, donde tengo mis vinos, y me sirvo una copa sin ver de cual se trata. Otra ventaja de trabajar desde casa: no tengo que preocuparme por llegar a la oficina sobrio en la mañana. Muevo la cabeza al ritmo, bebo una y otra vez, hasta sentir que mi cuerpo se aligera. Camino tambaleante por la sala cayéndome un par de veces. A la tercera decido quedarme en el suelo.

Así persiste el océanoOnde as histórias ganham vida. Descobre agora