2

2.2K 294 33
                                    

Tengo un cúter detrás del espejo del baño. Por las noches, de vez en cuando, lo tomo y acaricio mis muñecas con él mientras veo mi reflejo. Desde hace tiempo he querido matarme, pero siempre encuentro una excusa para no hacerlo.

«Aún no he terminado la reseña» pienso, y regreso el cúter a su lugar. Antes que un suicida, soy una persona responsable. Es una de las pocas cualidades que tengo. Me miro una vez más: mi pelo está un poco largo, ya me llega a medio cuello, quizá lo corte en unos días. Tengo la cara larga y la piel lechosa. Mis ojeras violáceas no se van así duerma 12 horas seguidas. Cualquiera, a simple vista, pensaría que estoy enfermo.

Suspiro y regreso a mi habitación, donde tengo el escritorio. Originalmente estaba en la biblioteca, pero lo moví porque ahí no lograba concentrarme. He vivido en esta casona vieja desde que mi abuelo murió hace cinco años y todavía no me acostumbro del todo. Mi hermana dice que debería venderla e irme a un lugar más pequeño, o conseguir pareja. Ninguna de esas dos cosas llaman mi atención. La casa es un tanto deprimente, pero me gusta. En cuanto a las mujeres: me son indiferentes sentimentalmente hablando, y los hombres también. Creo que hay personas que nacen sin deseos de amor romántico y solo buscan éxito profesional. El problema es que mi sed de éxito se extinguió hace un buen rato, así que no me queda nada.

Reviso mis correos electrónicos: hay dos de Montero, mi jefe, recordándome que debo tener la reseña lista a más tardar mañana. Él es así de insistente con todos, cumplan regularmente con sus obligaciones o no. Cada vez que leo un correo suyo no puedo evitar irritarme.

Cuando me gradué de la universidad, estaba seguro de que mi destino sería cocinar en un restaurante de lujo, o al menos uno decente. Soy bueno cocinando, eso debería ser suficiente, ¿cierto? Pues no lo fue. Carezco de eso que llaman encanto y no soy un buen líder, así que pasé los primeros dos años de mi carrera como cocinero en restaurantes pequeños. A los dueños poco o nada les importaba que tuviera un título. "Lo tomas o lo dejas" decían. Para mis dos únicos amigos la suerte fue muy distinta; Marla ahora es chef personal de no recuerdo qué actriz y ni hablar de todo el dinero que produce Iñaki cada mes con su programa Cocinando con Iñaki Prego. Él no es tan buen cocinero pero tiene cara bonita y es rubio, eso basta para atraer al público. Yo por mi parte me cansé de esos empleos de mierda, y tomé un par de cursos de redacción para terminar en las filas de UNIKA, una revista de estilo de vida para mujeres. Tengo una columna en el apartado de gastronomía, donde reseño los "mejores" restaurantes de algunas ciudades vecinas. No aparece mi nombre real, así que cuando voy a los establecimientos me tratan como a un comensal más. Creo que no me va tan mal, pero no me siento pleno. Tengo una existencia anodina, y esta falta de emoción me causa un hastío muy profundo en ocasiones. Me gustaría poder sentir algo, así fueran cosas negativas. En más de una vez me he preguntado si, de haber triunfado como chef, sería tan feliz como Marla e Iñaki. Y nunca obtengo una respuesta.

Bajo a la cocina por una copa de vino, regreso a mi habitación y termino la reseña en treinta minutos. La envío a Montero, esperando que no me pida ningún cambio, pues ya quiero irme a dormir. Él suele favorecer a sus amigos restauranteros, por lo que a veces, aunque la comida sea horrible, debo darle cinco estrellas. Apago la computadora y me acuesto sin cambiarme de ropa. No me duermo al instante, y me dispongo a ver el techo por un rato hasta que escucho sonar el teléfono. Siempre es una llamada de Montero o de mi hermana. Rara vez alguien más me procura.

Me levanto ligeramente molesto, bajo a la sala y respondo la llamada.

Es Iñaki.

—¡Guuus! ¿Cómo te va? —dice con esa voz cantarina que tanto le gusta a los televidentes.

—Bien.

No lo veo desde hace como seis meses. Siempre está muy ocupado.

—No creas que olvidé que tu cumpleaños es en dos semanas —dice.

Yo me quedo en silencio. No me acordaba.

—Sí, lo es —contesto.

—¿Y cuales son tus planes?

No sé por qué me pregunta eso si ya sabe que nunca hago gran cosa. La mayoría de las veces lo invito a mi casa y comemos algo. Eso es todo.

—Lo de siempre.

—Es que... bueno, creo que deberíamos hacer algo nuevo. Conozco un bar, el Zafiro, ¿has ido ahí? Apuesto a que sí, eres el crítico culinario número uno del pueblo.

Sonrío.

—No, nunca he ido ahí.

—Perfecto. Entonces vamos.

Así persiste el océanoحيث تعيش القصص. اكتشف الآن