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Me levanto de la cama. El despertador marca las ocho con cuarenta y cinco de la mañana. Eso es bastante temprano para mí, pues estoy acostumbrado a despertarme a las dos o tres de la tarde. Bostezo, me estiro y bajo a la cocina. Me siento muy relajado.

Abro el refrigerador y tomo un par de filetes de tilapia. Creo que dos serán suficientes, y de no ser así, buscaré una lata de atún. Me dirijo al baño. La sirena me ve y esboza una gran sonrisa. Desconozco si ellas duermen o no, lo investigaré más tarde en la biblioteca. Me arrodillo frente a ella y le doy los filetes, los cuales devora a la brevedad. Mi plan es regresarla al mar en la noche, será como una hora y media de camino. Me da algo de pena porque se encariñó mucho conmigo. Tal vez si fuera legal me quedaría con ella. No es una mascota problemática como pensaba.

Regreso a la cocina y me sirvo cereal. La sirena está jugando con el agua, la escucho desde aquí.

Vuelve por favor, dice una voz suave en mi cabeza, y me estremezco. Lo ha hecho otra vez, me ha tomado por sorpresa.

Tomo mi tazón de cereal y regreso al baño. Los ojos de la sirena se iluminan al verme otra vez. No chapoteaba para jugar, sino para llamar mi atención.

—Está bien, voy a quedarme —le digo, sentándome en el suelo con las piernas cruzadas. Me llevo la cuchara a la boca, pero me detengo a escasos centímetros de ella al notar que ella me mira fijamente con asombro—. Ehh... no sé si puedes comer esto, tal vez sería tóxico para ti. ¿Quieres que te traiga otra cosa para comer?

Ella niega con la cabeza, sonriente.

—Entonces... ¿solo quieres verme? ¿Quieres que esté aquí contigo?

Asiente.

¿Quién le enseñó eso? A lo mejor aprendió a comunicarse en el criadero.

Me dispongo a terminar mi desayuno ante su mirada. Tal parece que solo me llama por telepatía cuando se siente sola o triste.

—En la madrugada te regresaré al mar —le digo—. No me queda muy lejos y a esa hora no hay nadie. Solía ir seguido cuando era más joven, ahora ya ni ganas de eso tengo.

La sirena niega con la cabeza varias veces.

—¿Qué pasa? ¿No quieres ser libre?

—No.

Ha hablado, pero sin abrir la boca.

—¿No quieres?

—No.

—¿Por qué no?

No obtengo respuesta. Suspiro, dejo el tazón vacío a un lado y me acerco a ella. Va a llorar otra vez, le tiemblan los labios.

—Tranquila, tranquila, puedes hablarme—le digo—. No voy a lastimarte ni encerrarte ni nada si me hablas. Tienes mi palabra.

Ella me mira a los ojos.

—No conozco el mar —dice en su mente—. Si me dejas ahí no voy a sobrevivir.

¿No lo conoce? Cierto, ella viene de un criadero. Todo lo que conoce es un espacio reducido. No es una sirena salvaje, por eso puede controlarse. Le acaricio la cabeza.

—Sí vas a sobrevivir, tienes tu instinto. No creo que lo hayas perdido, cuando estés ahí vas a sentir que es el lugar al que perteneces.

—Si me dejas ahí voy a morir. No quiero morir, quiero quedarme aquí.

—¿Aquí? ¿En esta bañera?

—Sí.

—Eso no es vida.

Lo sé, no soy el más apropiado para decirlo. Paso casi todo el tiempo aquí y solo salgo cuando Iñaki o Marla me arrastran a un lugar, o cuando debo ir a un restaurante o a las oficinas de UNIKA.

Bien podría ignorar lo que me dice y llevarla a la playa de todos modos, pero no me sentiría bien. Entiendo sus miedos, es demasiado pronto. Además ahora tengo curiosidad de saber si las sirenas tienen otros poderes más allá de hablar por telepatía o darme horribles dolores de cabeza.

—Vas a quedarte un tiempo —digo—. Pero no mucho, ¿de acuerdo?

La sirena me rodea con sus brazos y, tal como la primera vez, pega la oreja a mi pecho. Siento las vibraciones de su ronroneo en el interior de mi cabeza. La abrazo y las vibraciones se intensifican. Qué bien se siente.

Así persiste el océanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora