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—No puedo creer que estuvieras tantos años en el anonimato —me dice Blanca Garzón, conocida periodista gastronómica—. ¿De quién fue la idea de por fin usar tu nombre real?

—Mía —contesta Montero con una amplia sonrisa—. Después de todos estos años, el mundo debía conocer al talento detrás de tan aclamada sección en la revista.

Me mira con orgullo y palmea mi hombro como si fuera su hijo, yo le respondo con una sonrisa falsa.

«No, si me has despojado de mi anonimato es porque ahora soy medianamente conocido gracias a mi trabajo en el restaurante de Brasme»

—Creo que tus reseñas son de las mejores que he leído —me dice Blanca—. Muy francas y precisas.

Sin venir a cuento, la periodista se dispone a relatar aquella vez en la que viajó a Filipinas; hizo un reportaje sobre el Pagpag, el cual es comida que se obtiene después de recoger, limpiar y volver a cocinar las sobras de platillos en basureros de restaurantes. El Pagpag es un negocio muy rentable en las áreas más pobres del país. Blanca cuenta los detalles con la frialdad de quien ya lo ha visto todo. Siento un nudo en el estómago, y me retiro de la mesa sin dar una excusa. Esta fiesta es demasiado aburrida; la mayoría de los invitados son chefs, celebridades y periodistas cuyos temas de conversación siempre tienen que ver con ellos mismos. Creo que no estoy hecho para estos ambientes.

Siento las miradas de las mujeres sobre mí, supongo que nunca lograré sentirme cómodo con eso. A diferencia de Iñaki, mi encanto es reciente, y él ya era un hombre atractivo mucho antes de empezar a consumir sirenas. Sus virtudes se acentuaron,y en mi aparecieron repentinamente. Recuerdo su sonrisa llena de confianza y su mirada arrogante. Si siguiera con vida, sin duda estaría aquí cautivando a todas. Salgo al jardín, es enorme. Toda la casa de Montero lo es. Me acuesto en una de las tumbonas cerca de la piscina e imagino que Marina está ahí, nadando y viendo los rosales a lo lejos. Eso me pone contento. Cruzo los brazos y decido tomar una siesta.

Los párpados me pesan, mi alrededor se evapora. El frío del agua me cala los huesos, y me dejo llevar. Este océano luce tal y como la última vez que Marina estuvo aquí, solo un poco más helado. Veo a la Marina de mis sueños tomando el brazo de otra sirena, una que no había visto antes. Es rubia y de cola verde con rayas naranjas en la aleta. Esta se acerca a mí y me mira por un rato; presto atención a sus espesas pestañas y su boca un poco más pequeña que la de Marina. Me estremezco. Hay algo real en ella, no sé como explicarlo, pero ese algo me hace saber que no es un elemento más de mi sueño. Esta sirena ha de ser ahora la compañera de Marina.

La escudriño. Su forma de nadar, su mirada fiera, toda ella es libre y salvaje. No tengo dudas de que este ser ha pasado toda su vida en el mar. Le sonrío y ella retrocede, desconfiada. Rápidamente regresa con Marina, quien, a diferencia de su pareja, parece no darse cuenta de que yo estoy ahí. Las veo recorrer el océano, nadando una alrededor de la otra como si estuvieran danzando. Me lleno de paz, presenciar esto es mágico.

«Y yo que te privé de esto por tanto tiempo» pienso, y salgo del agua de golpe. Me veo en la tumbona, con una joven camarera arrodillada a mi lado.

—Señor, ¿se encuentra bien? —me pregunta.

Me incorporo. Ella se ruboriza cuando le sonrío.

—Nunca he estado mejor.

Así persiste el océanoOù les histoires vivent. Découvrez maintenant