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Desde que Marina vive aquí uso el baño del segundo piso, el que está a un lado de mi habitación. Ahora ese es su espacio, y debo respetarlo.

Ya es invierno, pero me ducho con agua fría. Últimamente mi calor interior es muy alto, pero no se siente en mi piel. Creo que es cosa de mi mente. En esta primera semana Marina y yo hemos pasado mucho tiempo juntos viendo la televisión. La he sacado de la bañera unas tres veces, ya no solo para cambiarle el agua, sino también para que esté conmigo en la sala del primer piso. Puede pasar cinco horas fuera de la bañera, y solo tarda diez minutos en que su cola se seque para que no moje el suelo. No es pesada, así que no se me dificulta tomarla en brazos y llevarla a la sala. He pensado en comprarle blusas y vestidos. Ha mostrado mucho interés en la ropa que usan las mujeres en las películas románticas de los sesenta, creo que unas prendas de ese estilo le gustarían mucho.

Oigo en mi mente la voz de Marina mientras estoy en la ducha. Ahora somos capaces de comunicarnos aunque estemos en diferentes partes de la casa. Ella me contó que es cuestión de tiempo para que pueda hablar conmigo incluso si yo estoy muy lejos. Todos los tranquilizantes que le administraron desde que nació limitaron sus capacidades, y ahora las está recuperando poco a poco. Tuvo que hacer un esfuerzo muy grande para decirme ese par de palabras cuando yo estaba decidido a cocinarla.

—¿Y qué hay del dolor y el placer que he sentido? —le pregunto mientras me lavo el cabello—. ¿Es otra conexión?

—Sí, te compartí lo que sentí en esos momentos.

Entonces ese insoportable dolor no era más que miedo y desesperación.

En cuanto al placer...

—Marina, ¿entonces a ti te agrada que te abrace? —le pregunto, saliendo de la ducha y poniéndome una bata.

—Sí, y que me beses también —contesta, con una sinceridad propia de un niño.

—Me alivia saber eso, creí que te sentías obligada a hacerlo.

—No. Me gusta, así que si quieres hacerlo de nuevo solo tienes que venir.

La escucho reír. Suspiro y bajo al baño del segundo piso. Ella está sentada sobre una silla recubierta de plástico, su cola, piel y cabello ya están secos. Tiene la melena larguísima, pero nunca se enreda. La tomo en brazos y la llevo al sillón de la sala.

—Hace unos días compré esto —dije, mostrándole el vinilo de la pianista rusa—. Quiero que lo escuchemos juntos.

Lo pongo en el tocadiscos y, cuando empieza a sonar, me siento junto a la sirena. Ella posa su cabeza en mi hombro y su mano busca la mía. Me pierdo en su aroma salado y en la música.

Ella, tras unos minutos, comienza a cantar. Es la voz más hermosa que he escuchado en toda mi vida. Me tranquiliza igual que tener contacto con su piel y sentir sus caricias. Me la imagino en la playa, sentada en una roca, pasándose las manos por el pelo. Me imagino junto a ella, y, poco a poco, ambos nos perdemos en la ficción. Marina y yo estamos en perfecta sincronía.

Creo que empiezo a sentirme un poco feliz.

Así persiste el océanoWhere stories live. Discover now