3. Allanamiento de morada

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Aferrada a esa chaqueta de cuero, Alba sentía cómo un ejército de hormigas se paseaba por su cuerpo. Estaba nerviosa por lo que acababa de soltar, y por las ideas que ya rondarían sin control ni freno por la cabeza de Natalia. Sentía cómo el aire impactaba a gran velocidad en sus manos, así que decidió tomarse la confianza de meterlas en los bolsillos de su conductora.

—Ponte cómoda, eh. —Natalia no ignoró el gesto. Aprovechaba cualquier cosa para lanzarle una ficha. Alba sonrió levemente, y el cosquilleo volvió a estar presente. Estuvieron en silencio mientras las luces de Madrid se reflejaban en sus cascos y pupilas. Tras media hora, Natalia frenó su moto con suavidad frente una urbanización rodeada de arbustos.

—¿Dónde estamos? —preguntó la rubia, devolviéndole el casco y colocándose los mechones de pelo en las orejas.

—No seas impaciente—le dijo Nat en un tono de voz más bajo de lo habitual.

—¿Por qué hablas tan flojito? —preguntó susurrando la otra, riéndose. La morena colocó su largo índice en sus labios, en señal de silencio. La uña le rozaba la punta de la nariz, haciéndole cosquillas. Alba cerró fuerte los ojos para evitar que una carcajada cabreara a su compañera. La chica aseguró su moto y le pidió con la mano que la siguiera. Anduvieron despacio hasta una casa de pared blanca y extraña composición. Era estrecha, pero alta, formando un perfecto rectángulo. Natalia cogió a Alba en volandas, subiéndola por la valla que rodeaba tal arquitectura moderna. La chica dudó. No sabía dónde se estaba metiendo, pero la idea de sentir las manos de la morena en sus muslos la convenció.

La navarra sacó una llave de su bolsillo interior, y abrió la puerta. Dejó que la rubia pasara por delante suyo, y luego cerró, no sin antes echar un vistazo al exterior. Alba quedó maravillada: el interior era aún más impresionante. Decorada con un minimalismo casi extremo, la casa usaba el contraste negro-blanco con una elegancia que rozaba el arte.

—¡No! —gritó Natalia al ver que Alba había encendido la luz y contemplaba como una niña pequeña la belleza de la estancia. Corrió al interruptor y lo pulsó. Acto seguido, se asomó por las ventanas para comprobar que nadie había notado ese fogonazo.

—¿Qué te pasa? —preguntó la rubia sin entender nada, intentando acostumbrarse a la oscuridad del lugar. La morena se acercó acechante, y mostró su calma de aire superior.

—Bienvenida al hogar de nuestro antiguo presidente—pronunció. Alba abrió los ojos sorprendida, a la vez que echaba la cara hacia delante.

—Pero... tía. Si Manu se entera nos mata. No deberíamos llamar la atención ahora que somos parte de su banda.

—Eres demasiado prudente—vaciló la otra, metiendo sus manos en los bolsillos—. Además, no le importará que disfrutemos un poco de su segunda choza. Casi nunca viene por aquí. Fíjate, tengo hasta las llaves—dijo, sacándoselas de nuevo del bolsillo para enseñárselas—. He mirado su agenda... no pasará por aquí. Te lo prometo. —Puso los ojos en blanco.

Alba se resignó, bufando. La verdad es que la casa era una pasada, y se sentía increíblemente valiente al lado de esa mujer. Una sensación extraña de seguridad aplastó a su lado más responsable, haciéndola sonreír. Natalia se sorprendió ante tal cambio de humor, pero le gustó. Hubiera sonreído si no le doliesen los labios.

—Vamos a ver qué tiene este señor en la nevera—dijo de pronto, caminando hacia la cocina. Alba la siguió, mirando con dificultad cada rincón de la casa. Nat frenó su paso, y le pidió que se pusiera cómoda, indicándole que había un sofá muy blando en el patio interior de la casa. La valenciana aceptó y desapareció por la puerta. Ella, por otro lado, abrió el frigorífico un poco, metiendo la cabeza por el lateral. No quería que la luz deslumbrara más de la cuenta. Sacó dos cervezas, una bolsa de lechuga, jamón york, atún, maíz, y un bote de mayonesa.

Manos Arriba -  (1001 Cuentos de Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora