Parte IX: EL FUEGO DE LA JUSTICIA - CAPÍTULO 47

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CAPÍTULO 47

Hilda escuchó los cascos del caballo y el rechinar de las ruedas poco aceitadas de la carreta. Se limpió las manos en su delantal y corrió a abrir la puerta de la cabaña. Enseguida vio a su marido, deteniendo el caballo en el sendero y bajando de un salto con el rostro preocupado.

—¡Everet! —lo amonestó Hilda con las manos apoyadas en la cintura y los brazos en jarra—. ¿Dónde te habías metido?

—¡Paz, mujer! ¡Ayúdame! —le gruñó él, rodeando la carreta.

Hilda se acercó y vio que algo se movía debajo del protector de cuero en la caja. Con el ceño fruncido, se acercó y ayudó a su marido a quitar el cobertor.

—¡Oh! —se llevó las manos al rostro Hilda, horrorizada—. ¡Por el gran Círculo, Everet! ¡Qué has hecho!

En la caja de la carreta había una niña rubia de unos doce años. Sus muñecas y sus tobillos estaban atados con sogas a las paredes de madera de la caja y estaba amordazada con un trapo. Tenía una herida sangrante en la cabeza y luchaba con inusitada furia para liberarse de sus ataduras, pero su mirada estaba perdida y en ningún momento enfocó ni a Everet ni a Hilda.

—La encontré en las sierras, cerca del Paso Blanco —comenzó a explicar Everet.

—¡El Paso Blanco! ¿Qué hacías en ese lugar maldito?

—Estaba cazando, mujer. Ya sabes que se consiguen buenos venados en las sierras.

—¿Y qué? ¿Como no encontraste venados secuestraste a una niña? ¿Te volviste loco, Everet?

—No la secuestré, la encontré —aclaró el hombre casi perdiendo la paciencia.

—Everet, somos granjeros honrados, sé que no ganamos mucho, pero secuestrar a una niña para pedir rescate no es...

—¡Que no la secuestré! —protestó el marido.

—Si pretendes hacerme creer que vino contigo por propia voluntad...

—No dije eso tampoco —hizo una mueca Everet—. ¿Vas a dejarme que te lo explique sin más acusaciones?

Hilda asintió e hizo un esfuerzo para guardar silencio y escuchar a su marido.

—Escuché sus gritos en las sierras e hice lo que cualquier persona decente haría: me acerqué a ella para ayudarla —comenzó el granjero su relato—. Cuando la encontré, tenía una especie de ataque. Todo su cuerpo se convulsionaba y ella gritaba como si la estuvieran matando. Traté de hablarle, de tranquilizarla pero no me escuchaba. Traté de sostenerla, pero comenzó a atacarme como una salvaje.

—Debiste dejarla.

—En medio del forcejeo se golpeó la cabeza con una roca —indicó Everet la herida sangrante de la chica—. No podía dejarla así. La cargué hasta la carreta, pero seguía convulsionando, así que tuve que atarla para que no se siguiera lastimando.

—¿Y la mordaza?

—Sus gritos ininterrumpidos me crispaban los nervios, Hilda.

—Esto está mal, esto está muy mal —meneó la cabeza la mujer.

—¿Qué otra cosa podía hacer excepto traerla y buscar ayuda? —se justificó él.

—¿Y su familia?

—No había nadie en los alrededores.

—¿La abandonaron?

—Así parece.

Hilda suspiró.

—Metámosla en la casa —decidió al fin—. Le vendaré la cabeza.

Entre los dos, la desataron y la arrastraron con esfuerzo hasta el dormitorio de la cabaña, acostándola en la cama.

—Está ardiendo —señaló Hilda—, está enferma. ¿Crees que sea contagioso? ¿Crees que por eso la abandonaron en el Paso Blanco? —inquirió, preocupada.

Everet no contestó.

—Sostenla —le ordenó Hilda a su marido—. Le quitaré la mordaza. Necesitamos saber quién es, qué le pasa.

Everet asintió. Envolvió el cuerpo de la niña con una manta para frenar sus espasmos enloquecidos y la sostuvo de los hombros contra el colchón de la cama. En el momento en que Hilda le quitó la mordaza, comenzó a dar alaridos estremecedores.

—¡Niña! ¡Niña! —trató de llamar su atención Hilda—. ¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu nombre?

Pero la niña no parecía tener conciencia de dónde o con quién estaba, y no era capaz de responder a las preguntas.

—Tendrás que ir hasta el pueblo, Everet, buscar ayuda. Necesitamos un Sanador —levantó la mirada Hilda hacia su esposo.

—No ha habido un Sanador en Polaros en años —meneó la cabeza Everet.

—Tiene que haber alguien que pueda ayudarla —dijo ella.

—El único que puede llegar a saber de alguien es Frido —respondió él.

Hilda hizo una mueca de disgusto, pero sabía que Everet tenía razón. El rey del chismorreo del Círculo, como lo llamaba ella, aunque él se auto llamara periodista, era el más indicado para pedirle información sobre algún Sanador cercano e incluso sobre la identidad de la misteriosa niña.

—Bien, ve hasta la Rosa —acordó Hilda—, pero más te vale que no huela alcohol en tu aliento cuando vuelvas —le advirtió con un dedo en alto.

—¡Paz, mujer! ¿Cómo puedes pensar que...? —comenzó a protestar él.

—Ya vete —lo cortó ella.

Everet resopló con frustración y salió de la casa. Desenganchó el caballo de la carreta y le colocó su vieja silla de montar.

—Volveré lo más rápido que pueda —gritó, montando al animal de un salto y ajustando los estribos.

Hilda lo saludó por la ventana y volvió prontamente junto a la niña, que seguía gritando con la voz enronquecida, tratando de deshacerse de la manta que la envolvía.

—Tranquila, tranquila —la abrazó Hilda para tratar de calmarla—. Ojalá pudieras decirme lo que te pasa —le murmuró, acariciándole el ensangrentado cabello.

Hilda se apiadó de aquella pobre niña abandonada. La sostuvo contra su pecho y comenzó a hamacarse junto con ella.

—Shshsh —le besó la frente.

Con voz suave y dulce, Hilda comenzó a cantar una vieja canción de cuna, sin dejar de mecer a la niña en sus brazos. En pocos minutos, Hilda notó que los temblores de la chica se iban apagando. Siguió cantando, y los gritos se convirtieron en gemidos apagados. Poco a poco, el ataque se fue apaciguando y la niña terminó durmiéndose, abrazada con alma y vida a su inesperada cuidadora. Había lágrimas en las mejillas de ambas.

LORCASTER - Libro VII de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora