Parte X: EL DESTINO DE LORCASTER - CAPÍTULO 54

62 17 2
                                    

CAPÍTULO 54

El desayuno fue sencillo pero abundante y el grupo conversó de diversos temas con entusiasmo y buen humor. Luego llegó el momento de las despedidas.

—¿Están seguros de que no quieren pasar una noche más en la posada? —ofreció Akir—. Frido estará encantado.

—Gracias, Akir, pero tenemos ciertas responsabilidades que nos esperan —le dijo Llewelyn, y luego a su hermana: —¿Estás lista?

—Dame un minuto, Llew —le respondió ella—. Necesito hablar unas últimas palabras con Hilda y Everet.

—Claro —asintió Llewelyn.

Lyanna tomó a Hilda del brazo y la apartó de los demás:

—Muéstrame la granja, Hilda —le pidió.

—Claro —respondió la otra—, pero es solo una granja, no hay en ella nada extraordinario.

—Igual quiero verla —insistió Lyanna.

Hilda revolvió sus manos con cierta inquietud. ¿Qué querría la hija del Señor de la Luz con su granja? Decidió no cuestionar los motivos de la niña y le mostró el lugar lo mejor que pudo.

—Este es el gallinero —dijo, mostrando un destartalado corral con un techo de madera grisácea y reseca—. Everet siempre está prometiendo arreglarlo pero... —trató de justificar la mujer el deplorable estado del gallinero.

Lyanna se inclinó y contó diez gallinas:

—¿Ponen huevos? —preguntó.

—No mucho últimamente, apenas para que Everet y yo podamos alimentarnos, pero no es que sobre para vender en el mercado en Polaros —explicó Hilda.

Lyanna se puso en cuclillas y metió la mano por entre el alambrado del corral.

—¡No! —trató de detenerla la campesina—. No les gustan los extraños —trató de advertirle. Lo último que quería era que la niña terminara con las manos lastimadas a picotazos.

—Está bien —sonrió Lyanna sin retirar su mano.

Hilda vio asombrada cómo las gallinas, en vez de atacar a la niña, venían a ella con agrado e incluso buscaban que las tocara. Lyanna acarició las plumas de todas las gallinas, hablándoles con cariño. Luego se puso de pie y se volvió hacia Hilda:

—Les he explicado lo importante que es para ustedes que ellas pongan más huevos. Están de acuerdo con hacerlo si ustedes abren la puerta del gallinero una vez al día para que ellas puedan retozar por la granja en libertad.

Hilda solo la miró sin comprender.

—No te preocupes —agregó Lyanna—, han prometido no escaparse. No les interesa tener que procurarse su propio alimento cuando ustedes atienden a esa necesidad a diario sin que ellas tengan que esforzarse.

—Oh —fue lo único que atinó a decir Hilda.

—Es un pacto beneficioso para todos, ¿no te parece? —opinó Lyanna.

—Sí... sí, claro, sí... —balbuceó Hilda. Comenzaba a pensar que el golpe en la cabeza había afectado la mente de la pobre niña.

—¿Es esta la huerta? —preguntó Lyanna, enfocando su atención ahora en un trozo de terreno labrado, rodeado por postes de madera unidos por alambres de púas.

—Sí —confirmó Hilda.

Lyanna apoyó su mano en uno de los postes y saltó por encima del alambre con agilidad. Observó que las plantas eran escasas y pequeñas, muchas de ellas amarillentas y débiles.

—La tierra no es muy buena para sembrar en este lugar —explicó Hilda al ver el ceño fruncido de la niña.

Lyanna se arrodilló y puso su mano sobre la tierra con la palma abierta, cerrando los ojos. Respiró hondo varias veces y luego comenzó a cantar suavemente. Hilda notó que era una canción de cuna, la misma que ella le había cantado a la niña durante su crisis. Después de unos minutos, Lyanna volvió a abrir los ojos. Su rostro estaba sereno y feliz:

—Es un truco que me enseñó mi amiga Maira —explicó.

—Oh —volvió a decir Hilda, que seguía sin encontrar palabras para responder a los comentarios de Lyanna.

—Todo lo que siembren en esta tierra se multiplicará y dará frutos en abundancia —anunció Lyanna—. Todo lo que tienen que hacer es cantarle a la tierra la canción de cuna cada vez que planten las semillas, la tierra recordará la orden que le he dado y acunará a las plantas que en ella se alberguen, alimentándolas y protegiéndolas, incluso de las inclemencias del clima.

Hilda solo asintió.

—Vamos —dijo Lyanna—. Quiero también hablar con Everet —y se fue dando saltitos felices hasta donde estaban los demás.

Hilda suspiró y la siguió. Vio que ella apartaba a Everet del grupo y hablaba en privado con él. Llewelyn se acercó a Hilda y le dijo:

—Asegúrense de seguir todas las instrucciones que ella les dejó y todo les irá bien.

—Gracias, lo haremos —prometió Hilda, a pesar de que las instrucciones le habían resultado en verdad extrañas.

El grupo de visitantes se despidió nuevamente, agradeciendo profusamente la ayuda de los granjeros. Montaron en los caballos y se alejaron hacia Polaros, acompañando a Akir.

—Everet —lo llamó Hilda a su marido cuando se quedaron solos—, ¿qué fue lo que la niña te dijo?

—Me dijo que así como yo la había rescatado en su momento de zozobra, ella también haría lo mismo conmigo si alguna vez necesitaba ayuda. Me dijo que todo lo que tenía que hacer era cerrar los ojos y repetir su nombre muchas veces y ella acudiría a mi llamado sin demora.

—Es una niña muy rara —musitó Hilda.

—Y sin embargo, creo que hablaba en serio —respondió Everet.

La granja de Everet e Hilda creció y fue bendecida con la abundancia prometida por Lyanna. Adquirieron más animales y los trataron a todos con amor y respeto, repitiendo el pacto que ya habían hecho con las gallinas. La huerta reventaba con hortalizas y verduras gigantescas que eran muy apreciadas en el mercado de Polaros. Hilda y Everet se convirtieron en los granjeros más prósperos de la zona.

LORCASTER - Libro VII de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora