CAPÍTULO 4

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A la hora en la que el sol se estaba poniendo, y cuando el furor sobrellevado por la tarde había quedado en la anécdota, Lucas se encontraba sumido en el hermetismo de su cabeza

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A la hora en la que el sol se estaba poniendo, y cuando el furor sobrellevado por la tarde había quedado en la anécdota, Lucas se encontraba sumido en el hermetismo de su cabeza. Meditaba lo ocurrido, entre varias cosas más, en tanto se destensaba acurrucado sobre la soledad de un cuarto con bancas de madera. El espacio era reducido y hasta claustrofóbico, pero a pesar de ello lograba pasar por alto las estatuas de santos que lo acusaban desde las paredes, todo gracias a que el ambiente de ahí permanecía fresco y agradable. Por supuesto, era cortesía del enorme aire acondicionado que colgaba tras de él.

Desde que habían puesto esa máquina enorme en el interior del santísimo, Lucas no dejaba de preguntarse cuántas limosnas le habrían costado recaudar a la iglesia para pagarlo. Se llegó a plantear incluso si no hubiese sido más asertivo ayudar a los indigentes que pedían una moneda, o a la gente que se sentaba en la plaza que había afuera del templo; al fin y al cabo, él pertenecía a ese grupo. No obstante, había ayudado al padre de la catedral a colocarlo junto con sus amigos a cambio de una comida hecha por las hermanas del recinto. Aquello fue suficiente para ignorar cuestiones propias como «¿por qué comprar un clima costoso y no tener a quién pagarle para instalarlo?», entre otras opciones más ocurrentes, ya que esa noche no solo habían conseguido algo para echarle al estómago Aarón y él, sino que también, por obra y gracia de la suerte, encontraron un refugio de la lluvia que se desataría horas más tarde.

Lucas miraba con misterio la figura del santísimo sin saber con exactitud qué era lo que representaba. Él solo veía un sol con varias ornamentaciones y piedras de fantasía rodeando unas letras J, H y S. De ahí mismo, una ventanilla transparente daba paso al resguardo de la ostia. Y pese a ello, ni aun con todo el adorno del mundo entendía el «cómo» o el «porqué» de que la gente fuera seguido a ese lugar a derramar lágrimas a más no poder. Ni siquiera era seguidor de alguna religión o dogma de cualquier índole. Solo había llegado ahí para refugiarse del calor. Pero fuera de esa razón única en apariencia, no entendía la verdad por la cual sus propios ojos se habían desatado en amargo llanto. Por fortuna, el cuartito se hallaba abandonado, sin nadie de quién ocultar la vergüenza que le provocaba que lo viesen así.

Claro, tenía que ponerme a llorar aquí mero ―vociferó con la voz entrecortada, y dejó a la vista una risita que resultó reflejo del miedo que le producía ser tan emocional.

Las gotas saladas fueron cayendo una tras otra sobre una cajita de madera que sostenía entre las piernas. Se enjugó los ojos y, admirándola abierta, vaciló con su mano entre lo que había en el interior. Meneó un par de cosas que estaban resguardadas, y luego solo intercambió un único objeto pequeño de entre los dos que había: la sustitución fue por un cigarro que llevaba puesto sobre la boca desde hacía buen rato. Se puso de pie para colocar el enigmático cofrecillo debajo de la mesa donde se asentaba la imagen del sol, no sin antes haber apagado la mecha de su cigarro sobre la madera del interior y sellando aquello con un seguro de lámina. Desde buen tiempo atrás había descubierto que al alzar el mantel blanco que se extendía sobre la mesa, se daba paso a un pedazo ahuecado en donde la cajita embonaba a la perfección.

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