CAPÍTULO 24

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Tiempo atrás, cuando era niño, Lucas presenció en la primaria una escena en extremo chocante

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Tiempo atrás, cuando era niño, Lucas presenció en la primaria una escena en extremo chocante. Había andado de regreso a su salón para reunirse con sus amigos tras haber comprado el almuerzo: un hot-dog que sostenía con una mano bien estirada y envuelta sobre un bonche de servilletas donde la salsa de tomate era excesiva. Había sido su gusto el complacerse con dicha cantidad exorbitante de condimento. Lo que no esperó fue que, camino al encuentro de sus camaradas, se toparía con un escenario disgustoso y abrumador: un compañero suyo acababa de tropezar casi frente a él después de correr por el pasillo rumbo al portón de salida. Su destino final fueron los barrotes de una jardinera. El niño, sin tener por qué querer soportarlo, se echó a llorar y a clamar por ayuda, a pesar de que en realidad no ameritaba gran escándalo, pues se había tratado de un incidente desafortunado, mas no grave. A pesar de ello, Lucas recordaba bien ese instante, ya que se había grabado en su memoria gracias a la emoción que esto le causó. Las delgadas líneas de sangre que escurrieron desde la frente de su compañero lograron revolverle las entrañas, pues, así de fácil, lograron ser relacionadas con el condimento que se había estado saboreando de su almuerzo. Aunando el hecho de sobrevenirle unas tremendas ganas de vomitar, se pudo enterar a partir de ese entonces que la sangre en grandes cantidades lo abrumaría el resto de su vida. Y ahora, en el presente, no fue la excepción.

Lucas no había tomado consciencia de lo mucho que alguien podía desangrarse tras un pequeño agujero en el hombro. Creyó que al tratarse de una parte donde, según él, abundaban más huesos que carne, sería suficiente para no ver lo que estaba ocurriendo delante de sus ojos; los llevaba abiertos de par en par, casi desgarrándosele los párpados.

Pero no hacía falta ser un genio para entenderlo. Lo que ahí presenciaba era una imagen horrorosa que calaba en la intimidad de cada músculo suyo. Podía escuchar sin esfuerzo las respiraciones aferradas a la vida saliendo de la boca de Iker. Desvelaba un pecho que se hinchaba peor que si bombearan con algún aparato industrial en su interior. La mirada taimada de su amigo le causó mucha compasión cruzársela, con sus rojizas escleras ya humectadas y con tumultos de agua salina a punto de brotar por los lados. El aspecto le causaba un golpe profundo en el estómago, así como el pronto charco de sangre formándose en el suelo bajo sus piernas hincadas; todo le dejaba en claro que aún no había olvidado aquella sensación de repulsión por la sangre.

Levantó una mano temblorosa para sí mismo y, al pasarla por los poros de sus fosas nasales, sintió cómo el olor del néctar de la vida le penetraba el olfato con una rasposa colación de hierro. La mancha en su mano sin duda le provocó un asco estremecedor, pues parecía haberla metido sin cuidado al interior de un bote de pintura. Aunque en realidad fue lo atroz del significado que aquello conllevaba lo que lo obligó a ignorar por completo tal primitivo instinto. Y, de hecho, lo remplazó por uno mucho más noble; en una de esas, hasta más difícil de sobrellevar.

La supervivencia. No la suya, claramente, pero sí la de alguien más. Que, en el debido de los casos, no representaba para él un lazo tan profundo como con otras personas, pero que le era irracional explicar por qué no podía evitar esforzarse tanto como lo habría hecho con su hermano o su papá. El largo lapso en la calle juntos, tal vez, había creado un vínculo mucho más fuerte de lo que él llegó a creer que siquiera poseían. Una hermandad inusual que solo hasta ese entonces reconoció.

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