CAPÍTULO 8

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De nueva cuenta, Lucas fue trasladado a la oscuridad de su mente

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De nueva cuenta, Lucas fue trasladado a la oscuridad de su mente.

Ahí, el infinito de posibilidades pragmáticas estaba rebosante de ganas de volver a encontrarse con él. Y con ello, le mostró lo más relacionado que encontró en el baúl de los recuerdos que lo ayudara a afrontar ese malestar en el que lo habían metido. Por esta ocasión, el resultado de haberse quedado tendido le fue más incómodo que la última vez cuando lo sambutieron hasta el fondo de cloroformo. Ahora no tuvo un descenso lento hacia la completa somnolencia, sino que el apagón fue tan brusco que ni tiempo tuvo de despedirse de su cuerpo físico.

Ahí estaba, entre un peso tremendo que lo hundió hasta el ras de una profundidad que pronto se volvió muy clara.

En ese abismo Lucas tenía nueve años y miraba todo con aún curiosidad. Se preguntaba sobre el porqué de las cosas en esa vida tan extraña a la que denominaban ser «indigente», pese a que ya llevaba dos años de haber aterrizado en Tampico. Ni siquiera lo estaba viendo como espectador, sino que era él quien estaba repitiendo en el tiempo aquella historia donde de vuelta las drogas estuvieron involucradas. Supo entonces que, igual y en una de esas, parte del efecto alucinógeno de aquella asquerosa sustancia debía referirse a revivir memorias de la niñez; en específico, memorias traumáticas.

Cuando Lucas tenía esa tierna edad ya habían transcurrido un sinfín de avenimientos en la vida de ambos hermanos. Sin embargo, lograron sobrellevarlo todo tan bien hasta ese punto en el cual (consideró él) pudo sentirse acoplado en un nivel superior al esperado. Aunque sin duda alguna, en las noches todavía batallaba para conciliar el sueño, igual que hasta a la fecha actual. Así pues, el muchacho se había prevenido muy listo a los eventos que él creía que lo iban a afectar mucho, ya que, con esos dos años transcurridos, patrones inesperados en su conducta le fueron revelados para ser tomados en cuenta los siguientes años en que se manifestarían.

Uno de ellos (el más común) resultó presentarse el día de su cumpleaños.

Así es, Lucas cumplía en un espacio de tiempo en el calendario escolar que le impedía normalmente celebrar en el aula. Había sido un niño callado, reservado y dedicado a sus trabajos estudiantiles, aunque no por ello le fue imposible conciliar un grupo considerable de amigos. Y quienes no se juntaban con él con frecuencia, tan solo lo trataban como a un igual; con uno que otro mal educado que de tanto en tanto lo llegó a fastidiar. Fuera de ello, Lucas no hubiese tenido problema en invitarlos a su casa para convivir en conjunto a su familia. El problema radicaba en que ellos vivían en la parte más lejana que se les pudo haber ocurrido para resguardarse, irónico para haber escogido una primaria demasiado retirada.

Por tales causas, los diecisiete de julio le resultaron a Lucas, muy seguido, tranquilos y llevaderos. Sí, sus amigos y conocidos (que no eran muchos) no estaban ahí con él, pero su papá nunca desaprovechaba la oportunidad para compartir con ellos momentos de alegría. Así que, en su inacabable afán de ver felices a sus hijos, siempre los sacaba a lugares especiales a los que ellos iban en un secretismo muy íntimo para poder disfrutarlos de manera más privada. El papá de Lucas conocía mucho las montañas, cerros y demás partes de bosque de la Ciudad de México que muchos no frecuentaban. Y estando ahí, ellos vivían sus propias aventuras, ya sea acampando o cantando las mañanitas en medio de un matorral con un pastel horneado por las propias manos de Reynaldo, su padre.

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