🏆🏅Historia ganadora de un Watty🏅🏆
Lucas, extraído de su hogar a los siete años, sobrelleva el día a día al lado de su hermano menor y acompañado de amigos callejeros. El cielo resplandece en el séptimo aniversario cumplido por él como indigente...
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Aunque el aroma recién evaporado lo envolvió de la idea de oler un sabor dulce, la idealización de que aquello no resultaba tan malo como había previsto (desde que se pudo dar cuenta de que se lo iban a llevar de malos modos) no bastó para calmarlo. Su imaginación no había sido capaz de enfrentarse a algo así antes en recientes fechas. Era la primera vez, luego de mucho, que requería de un esfuerzo sobrehumano para convencerse de que ahora «sí» las cosas se miraban feas desde cualquier óptica optimista. Con cuidado, incluso, atreviéndose a creer que ni hasta el mismo Erick podría impulsarse a sacar algo bueno de ahí; ya tan siquiera lo mínimo gracioso que el ego se encontrara entretenido. No parecía el caso, y los constantes bamboleos de la camioneta Pick-up se lo recordaban con el trato brusco que lo mecía. Ni en cuidado suficiente lo recostaron en la parte trasera con la cautela de poner su cabeza retirada de la puerta, la cual lo azotaba conforme se pasaban por alto la velocidad límite de las calles. Por lo menos, «gracias al cielo», pensó él, el efecto del químico se estaba impregnando cada vez más a su cerebro, y su noción del dolor lo tenía bien presente.
El ruido del motor se desvanecía... Un zumbido lo suplantó... Uno que se agudizaba más y más hasta que la vista empató con esa decadencia del sentido auditivo, adaptándolo a una óptica borrosa, como de recién despertado, pero yendo en reversa...
Con ese débil dominio de sí, la mente le empezó a hacer jugarretas en los paneles oníricos. Entre estando consciente y sonámbulo, Lucas se acordó por fin de que la frustración por no poder hacer nada al respecto la había experimentado ya antes; más veces de las que le hubiera gustado.
Con marcadas reminiscencias, pero con las emociones en el centro del pecho, se trasladó a ese evento similar («casi una calca perfecta de lo que siento ahora mismo», creyó) que, en definitiva, tampoco le gustaba recordar.
No solo lo adormeció en lo físico, sino también en lo inconsciente, pues como si le rondara un demonio, se fue poseyendo con unas garras feroces que lo arrastraron hacia más o menos dos y tres años en el tiempo. Ahí, en esa época, justo rozándose por las fechas mismas en las que se contorneaba su más actual fracaso, era donde el olor de la grasa hirviendo de las frituras y los panes dulces expuestos al aire lo hacían revivir una vieja experiencia. Una que le dejaría la enseñanza de rendirse cuando no se está por completo seguro de hacer algo. Y, sobre todo, de evitar los arranques precipitados de improvisar complejidades; al menos con su infructuoso y previo historial.
La feria, un espectáculo de malgastadas luces de neón y comida proliferante de infecciones estomacales. Esos aromas recordados mutaban el olor del cloroformo en pizzas baratas y algodones de azúcar muy dulces. Se acordaba a la perfección, pues él se volvió adicto («Odio esa palabra», pensó con autoridad delante de su estado automático) a ellos durante esas semanas que trabajó para las fiestas de abril, Tampico, 2015.
Eran recuerdos históricos y tenían razones de serlo.
La instalación de aquellas maquinarias pesadas empezaba a movilizarse a mediados de abril, repitiéndose todos los años sin más alteraciones que la de uno que otro juego mecánico nuevo y la incursión de artistas de mayor renombre en cierto tiempo de suerte. Por supuesto, Lucas conocía el lugar desde el primer año en el que vio los rayos de sol salir por el este de la zona conurbada. Sin embargo, jamás tuvo el gusto de trabajar en tal sitio, sobre todo por los ajetreados años antelados a su primera vez.
