LAS LENTEJAS DE MI MADRE. RITUAL Y RECETA

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Los sonidos, todos ellos característicos, y los movimientos pausados propios de la gente mayor; todas sus rutinas son recuerdos que en su momento fueron brújula que me llevaban a lugares llenos de eficiencia y ternura

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Los sonidos, todos ellos característicos, y los movimientos pausados propios de la gente mayor; todas sus rutinas son recuerdos que en su momento fueron brújula que me llevaban a lugares llenos de eficiencia y ternura.

Son las 7:30 h de la mañana. Temprano, muy temprano, ruidos de somier y parsimonia, los pasos arrastrados por el suelo limpio y resbaladizo de la casa, el aplicador de la luz del aseo y el ruido de la puerta al cerrarse tras de sí.

Chorros de agua, apertura-cierre de armarios, cada uno con su ruido característico que ayudan a saber dónde se encuentra en cada momento. Apertura de puerta, pies que se arrastran, y al poco, armario que se abre.

Que es la cocina me lo hace saber el ruidito del café. Desde el cuenco de sus manos son vertidos los granos en el molinillo eléctrico.

Ruido del molinillo, golpecitos suaves contra la mano y café recién molido que vierte con cuidado en su cafetera añeja pero insustituible (jamás usó otra), preludio de café recién hecho y oliente.

Grifo de agua que llena el recipiente que raudo va al fuego presto a hervir, no sin antes dejar oír el sonidillo del encendedor. Ruido de agua hirviendo, cajón que se abre y ruido de cuchara que verterá el agua que se colará entre el café recién molido y caerá hecho café líquido a su recipiente. Gota a gota el café estará hecho.

Ruido de platito y taza, cajón del qué extraer una cuchara pequeña y ruido de silla que se desliza por el suelo. Con parsimonia la siento sentarse. La primera taza colada, espeso como le gusta, para ella. La cucharilla ayuda a disolver el abundante azúcar que ha añadido.

Saborea su café espeso y azucarado, muy azucarado. ¡Le gusta dulce! «Para amarguras ya está la vida», dice. En la lejanía, la escucho murmurar a solas... «Ummm, qué bueno está».

Su olor me llega y la tentación de levantarme y sentarme a su lado en la cocina es grande, pero la noche ha sido larga y el cuerpo pesa más que el ansia de un café recién hecho. Sigo escuchando.

Comienza la sinfonía de ruidos de armarios. Casi se podrían transcribir a partitura y reproducirlos. Ruido de sartenes que mezcladas entre ellas hacen un ruido mañanero infernal, y los calderos de aluminio grandes (nunca le gustó lo moderno), puertas de armarios que se abren y cierran, sillas arrastradas y entre tanto ruido, pasos, pasos, lentos pasos arrastrados y parsimoniosos. El caldero de aluminio se llena del agua indicada al efecto. No hay medidas, su ojo es suficiente. Preguntarle dosis de algo lleva siempre la misma receta. Toda seria te espeta... Ohhhh... La que necesita. Ni mucho ni poco... Un puñito de esto, un puñito de lo otro. Llegué a saber cómo lo hacía, sentado a su lado y observando. Se sienta y mientras el agua hierve en el caldero de aluminio.

Pela una cebolla (ni muy grande ni muy pequeña), dos o tres ajos, depende del tamaño de los dientes, un buen trozo de pimiento rojo que enjuaga para quitarle todas las semillas y un tomate «mediano, ni muy grande ni muy pequeño», ja, ja, ja, ja, ja, más bien tirando a maduro que pela con sus manos ya mayores pero firmes y su cuchillo de cuyo mal filo siempre se queja. Con su velocidad, esa de la gente que vive sin prisa, lo va troceando todo, pequeño dice, para que se haga mejor y parejito. La sartén, al fuego con su poco de aceite virgen extra (tiene que ser esa, la que a ella le gusta). Troceado todo se vierte en la sartén: primero los ajos y la cebolla, al poco el pimiento troceadito, y ya doradito todo, se añade el tomate pelado y sin semillas, puñito de sal gorda, cucharadita de azúcar (el secreto de un buen refrito dice) y un buen chorro, como medio vaso de agua, de vino blanco. Todo a fuego medio y ahí se deja.

Mientras, en un trozo de papel plata, se pone una cucharada sopera de comino en grano y otra de orégano y se coloca sobre la tapa del caldero de agua hirviendo para que se caliente sin tostarse. De ahí al mortero. Con el almirez y sus manos rotas, trata con enérgico mimo ambas especias hasta dejarlas convertidas en polvo. Se echa a la sartén del sofrito y se remueve bien (ese olor a comino del sofrito es de lo más embriagador). Fuego lento medio, hasta que esté hecho y mientras...

Las cinco o seis patatas medianas, dos mazorcas de maíz, dos o tres zanahorias (depende del tamaño) y un buen trozo de calabaza.

Un taco grandito de bacon ahumado y un buen chorizo de cantimpalo para cocinar. Mientras el sofrito se hace recorriendo cada rincón de la casa (lo puedo oler desde mi habitación de trasnochador), en su silla habitual de la cocina, pela las patatas con su ya resabida lentitud quitando todos los desperfectos, quita la cubierta a las mazorcas y todos esos pelillos tan pesados de quitar (a ella no le gustan las envasadas al vacío), la corteza de la calabaza y la pielecilla de las zanahorias. Todo se lava y todo de golpe se echa al caldero de agua hirviendo. ¡Todo menos la calabaza que requiere menos tiempo de cocción, con veinte minutos vale! Ella dice, «la pinchas con un tenedor y cuando esté hecha, la sacas y la apartas».

Para ese entonces, el sofrito ya está terminado. Lo lleva al pasapuré (tampoco le gustan las trituradoras eléctricas) y, apoyado en el caldero hirviendo, va vertiendo el producto triturado, regando de vez en cuando el pasapuré para aprovecharlo todo. Desde la habitación oigo ese ruidillo monocorde que de forma intermitente resuena.

¡Por favor! Ese olor impregna toda la casa.

Sus lentejas son de la tierra, de Fuerteventura. No requieren ser puestas en remojo el día anterior. Si son buenas y el agua no es muy dura (en la isla el agua es de potabilizadora), se vierten las lentejas con el resto de los ingredientes y, una vez que rompe a hervir, se baja el fuego, se deja a medio, caldero semitapado y el guiso va cogiendo olor y forma.

«¿Cuánto tiempo hay que darles, madre?». «Ohhhh, cuando estén hechas, mihijo»... Yo calculo que una hora a fuego lento; cuando las zanahorias estén guisadas («las pinchas con un tenedor y si están tiernas, es que están hechas»). Se sacan del caldero y con la calabaza se tritura y se vierten de nuevo en el caldero. Eso le dará cierto espesor («que no queden aguachentas», dice ella). Se escachan las papas ya guisadas contra la pared del caldero y se remueve todo.

Debe quedar un espesor que ni mucho ni poco (ja, ja, ja, ja, ja), se rectifica si hace falta de sal y se deja reposar...

Coloca la silla de la cocina, arrastra sus envejecidos pies y va hacia su sillón. Ella se sienta; son las once de la mañana y ya tiene la comida hecha. Encenderá la televisión y esperará a que me levante.

Yo, desde mi cama de sábanas calientes, sigo la foto y me levanto.

«¿Quieres un buchito de café, mi niño? Lo acabo de hacer...

¡Mira! Prueba las lentejas a ver que te parecen». Yo, indefectiblemente, le digo... «Se pueden comer...». Ella, con el mismo ritual, siempre me contesta... «Vaya p'al carajo». Mientras, me tomo sorbitos de su fantástico café recién hecho y me mira como solo ella sabe hacerlo.

Ella sabe que sus lentejas están perfectas... Y yo también, por eso aun sigo intentando imitarla.

Godoylicismos. Los Estados del AlmaWhere stories live. Discover now