Capítulo 9 | Un regalo de placer.

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Los pies lo llevaban con una velocidad exagerada. Las ramas de los arboles rasguñaban la piel de sus brazos mientras esquivaba y buscaba su camino de entre la obscuridad del bosque espeso. Colmando la paciencia de aquel hombre, del cual aún escuchaba los gritos que emitía llenos de rabia, dando ordenes de buscarle, tirando disparos a ciegas.

Era evidente que Hanniel se había entrado al bosque con intenciones de no dejarlo escapar, a Harol, para perseguirlo luego de haber tomado ventaja del desconcierto que logró que tuviera al lanzar el mensaje con dobles significados, verdaderos y falsos.

Pero Harol sabía que no tenía desventaja alguna, ya que el bosque era casi tan enfermo y loco que él. El bosque era su aliado, su amigo, su hogar, el mismo que lo adoptó como un miembro más de la naturaleza tenebrosa, esa que nadie ha podido investigar y resolver, sacando los misterios hacia la luz. Y Hanniel, primero terminaba muerto a que lo encontrara.

Así que cuando encontró su camino, dejó de correr, con una ancha sonrisa, con su toque macabro, con sus dientes blancos que se reflejan bajo la luz de la luna. Arregló su chaqueta, alisó las arrugas y sacudió la tierra de sus rodillas, la suciedad que ese le había obligado a tener.

Siguió su sendero, pensando en que su lugar escondido y seguro había sido invadido, no entendía como ellos llegaron a localizarlo, si junto a su madre se había creado un pequeño pueblo aislado, que les obedecían a ellos sin mucha tortura. Y ahora no eran más que cadáveres tirados en los suelos que era su hogar.

Sus presas se quedaron en las jaulas del sótano y chasqueó la lengua, decepcionado de abandonarlas, porque era obvio que el no volvería allí, pero conseguir con quién jugar a veces era un poco agotado. Pues ni modo.

El bosque lo llevó a una salida alterna a los suburbios pocos transitados de la ciudad, sacó su celular sin rastreo y marcó el número de esa persona. Recibió respuesta segundos después y no espero más para dar la queja:

—Ha descubierto el pueblo.

—¿Cómo?

—Tal cual lo escuchas, y encima... Ha matado a todos.

—¿A los niños?

—A los niños también. No dejó a nadie vivo.

Hubo un largo silencio en la línea, pero, aun así, se escuchaba la respiración acelerada de la persona que recibía la noticia. Era seguro el enojo que tenía, el dolor de perder el pueblo que ellos habían creado, y el miedo de pensar que...

—Dime que a ella no la ha matado. —su agonía era desgarradora.

—La ha matado.

—¡Dejaste que la matara! ¡¿Por qué no la defendiste idiota?!

El llanto lo comenzó a escuchar con fastidio, quería colgar pero a ella no le podía hacer eso.

—Ni siquiera tuve tiempo de eso, sus hombres me tomaron y cuando a ella la trajeron, él se le fue encima mutilando sin piedad.

El sollozó aumentó con más desgarro. Ella no creía que habían matado a su señora, o tal vez si lo creía, por eso era el lloriqueo de resignación.

—¿Dónde estás?

—En la carretera del bosque.

Colgó, lo dejó allí, con la señal de que iría a recogerlo, o, mandaría a alguien más. Minutos más tarde una lujosa camioneta se acercaba, las placas eran conocida, y no se movió de su lugar hasta que esta se estacionó al lado de él para que subiera, y enseguida lo hizo dejando que la velocidad los llevara a la mansión de aquella mujer.

Hacia la ObsesiónWhere stories live. Discover now