Prólogo: Fucking Big City

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-¡No!- Grito, hecha una furia.- ¡Me niego rotundamente! ¿Cómo pueden pensar en mudarse sabiendo lo que me costó adaptarme aquí?- Mis padres se miraron entre sí, comunicándose con la mirada. ¡Odio cuando hacen eso! Es como si siempre estuviesen de acuerdo en todo con simplemente mirarse. Ciertas veces he llegado a sospechar que quizá hasta compartan el mismo cerebro.

-Mérida, hija...- Comenzó mi padre mientras se acercaba a mí. Yo retrocedí rotundamente, cerrado los puños y formando un puchero, aunque claro, eso último no fue intencional, se formaba solo.

-¿Cómo pueden hacerme esto?- Dramaticé. Mi madre, quien había permanecido completamente calmada, suspiró con cansancio.

-¡Mérida, por Dios!- Rogó.- Solo es una mudanza, no es el fin del mundo.- Dijo, levantando las manos y negando levemente. ¿No es el fin del mundo? Oh, no... No lo dijo.

-¿Disculpa?- Pregunté, ofendida.- Quizá no sea el fin de TU mundo, pero si del mío.- Hice una pausa para apreciar sus miradas.- ¿Cómo voy a sobrevivir sin Rapunzel? Me costó demasiado acercarme a ella y ahora que somos amigas lo primero que quieren es separarnos.- Mi madre golpeó la mesa con su mano, perdiendo los estribos.

-Es suficiente.- Aclaró, con firmeza. El puchero volvió a aparecer.- Quieras o no nos vamos a Nueva York, Mérida.- Sentenció y un gran silencio se apoderó de la habitación.- Fin de la discusión.- Contuve un grito hasta que fue imposible y se los lancé en toda la cara, tal cual una niña caprichosa lo haría. Luego, como si fuera poco el espectáculo que acababa de dar, subí pesadamente las escaleras, haciendo el mayor ruido posible; y al llegar a mi cuarto, cerré la puerta con tal fuerza que dudé si no se partiría en dos.

Y así fue, como luego de mes y medio me marchaba hacia Nueva York. Sería un cambio demasiado brusco, tanto por el clima como por el viaje interminable, así como también por el hecho de hacer nuevos amigos. Por suerte, Punzie prometió mantenerse en contacto todo el tiempo.

-¿Ya llegamos?- Preguntó Hubert, mientras echaba la cabeza hacia atrás en señal de cansancio.

-Aún no, cariño.- Le respondió mi madre, con dulzura.

-¿Y ahora?- Volvió a preguntar Hamish.

-No todavía, cielo.- Respondió nuevamente mamá.

-¿Y qué tal ahora?- Cuestionó Harris estirándose las mejillas hacia abajo.

-¡Por Dios, niños, faltan décadas para llegar!- Grité yo, tomándome del cabello salvajemente.

-¡Mérida! ¿Cómo te atreves a hablarle así a tus hermanos?- Me reprochó mi madre, girándose para ver con más claridad a sus cuatro hijos en el asiento trasero del auto.- Discúlpate con ellos ahora mismo.- Me ordenó. La fulminé con la mirada, pero la suya era peor, por lo que suspiré con fastidio y doblé la cabeza hacia un costado.

-Lo siento, niños.- Dije monótonamente. Ellos sonrieron, satisfechos. Claro, siempre habían sido los preferidos de mamá... pero yo, yo era la hijita de papá. Por sobre todas las cosas en su vida, estaba mi presencia. Todos lo sabían. Incluso si él afirmaba que amaba a todos sus hijos por igual, su preferencia era evidente.

Horas, días y un viaje en avión tuvieron que pasar para llegar finalmente a Nueva York. Fue la peor pesadilla de los trillizos, quienes al día y medio de haber comenzado nuestro viaje ya habían empezado a tener espasmos de ansiedad. Fue una locura total, aún no entiendo como a mis padres se les pudo ocurrir una idea tan tonta.

En fin, al llegar, el cambio climático nos chocó a todos. Hacía un frío de cagarse y agradecí eternamente de tener aquel abrigo que siempre me acompañaba: Mi cabello. Mis manos y labios temblaban, al igual que mis piernas, brazos y todo el cuerpo en general. Mis hermanos nunca estuvieron tan quietos y con todo el abrigo que mi padre se puso encima parecía Santa Claus con el pelo teñido.

Todo cambió cuando entramos en nuestro nuevo hogar. La vendedora se había asegurado de prender la calefacción y hornear galletas que impregnaron la casa con su delicioso aroma. Había una champaña arriba de la preciosa mesada de la cocina, la cual mi padre se apresuró a abrir e invitarnos a todos menos a los trillizos, quienes brindaron por nuestra nueva vida con tazones de chocolate caliente.

Estremecí al contacto del alcohol con mi garganta. No me gusta la champaña, pero aquella era extremadamente dulce y de muy buena calidad. Sin embargo, las bebidas alcohólicas no eran un hábito que tenía completamente incorporado aún y solo bebía lo que mis padres se osaban a invitarme.

Mi habitación era de otro mundo. Tan grande que se asemejaba al tamaño de todo nuestro antiguo departamento. Eso era lo único que no extrañaba de Texas: Tener que estar prácticamente uno sobre el otro.

Comencé a mover los muebles una y otra vez, pero aún la habitación parecía demasiado vacía. Coloqué posters de mis bandas favoritas, tiré un poco de ropa sucia al suelo, coloqué mi canción favorita en el estéreo; pero nada parecía funcionar.

Suspiré, algo cansada, y opté por tirarme a la cama para mirar al techo hasta que me quedase dormida. Al día siguiente sería mi primer día de escuela y eso significaba que tenía que estar lo más radiante que pueda. Lo que en mi caso quería decir que me tenía que ver lo menos repulsiva posible, aunque fuese... imposible.

[Mericcup] Teach me how to LoveWhere stories live. Discover now