Capítulo 35

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No fue suficiente.

Escuchar sus gemidos no hizo nada mejor que alimentar mis ansias por ella. Era bastante perceptiva, y eso me gustó.

Con cada paso que me acercaba a Samantha, debía sentirme satisfecho, pero ocurría todo lo contrario. Ahora, cada vez que la recordaba temblando entre mis brazos, provocaba que mi ropa interior se volviera tirante por delante.

Conducir de regreso al hotel se asemejó a un paseo por el oasis en medio del desierto. En todo momento, luché por mantener mi compostura ante la fuente de frescura que tenía a mi lado, pero ella accedió a quedarse conmigo, lo cual era lo más importante.

Una vez en el hotel, Samantha fue la primera en entrar al ascensor. Las puertas se cerraron, y la sorprendí contemplándome de reojo. Nerviosa, apartó la mirada y comenzó a mordisquearse la uña del dedo pulgar, otro gesto nuevo, pero que no duró demasiado.

—Fue un squirt. —Se tapó la boca rápidamente, porque su fin no era decirlo en voz alta.

—¿De verdad?

—¿Cómo diablos...? —Sus ojos se abrieron al máximo, dejando claro que era su primera vez con algo así.

Hice un esfuerzo por no sonreír, temiendo que ella lo interpretara de manera incorrecta, pero se apresuró diciendo:

—Vale, no hace falta que sigamos hablando de esto. —Estaba tan roja que parecía que sus orejas iban a incendiarse, y evitó mirarme por el resto del trayecto, hasta que el ascensor se detuvo dos pisos antes del nuestro.

Le cedí el paso al hombre de edad avanzada que acababa de ingresar al ascensor. Se movía con lentitud, y enseguida, el pequeño espacio quedó impregnado con el aroma de la crema solar que debió esparcir por su cuerpo.

—¿A qué piso se dirige? —le pregunté, notando que no había presionado ningún botón.

—Al vestíbulo, muchacho. Gracias.

«Muchacho». Vi a Samantha mover los labios sin emitir sonido. El hombre me había llamado «muchacho».

Presioné dos botones y, mientras volvía a ocupar mi lugar junto a Samantha, ella luchaba por no reírse.

Las puertas se cerraron y el ascensor comenzó a descender. Samantha me miró y luego al panel de botones, donde solo estaba iluminada la letra "L".

—¿Qué hiciste? —preguntó en un hilo de voz. No era una protesta, pero dejó de sonreír. Tampoco parecía asustada, solo curiosa.

—Ser cortés —le expliqué en un susurro.

—Alastor Rostova —pronunció mi nombre en español y me empujó con el codo. Aunque pretendía parecer severa, me fascinó—. El ascensor habría subido antes de bajar.

Servicio de hotelWhere stories live. Discover now