Capítulo 62

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Solo cuando termina, las personas se dan cuenta de que su tiempo acabó y que no hay marcha atrás. Eso aplicaba para todo.

En medio de una tarde tormentosa en alta mar, en la empapada cubierta del buque, la lluvia azotaba mi rostro con furia. A mis pies, yacía mi hermano, inmóvil. La vida abandonó sus ojos minutos atrás, y mientras la lluvia arrastraba el rojo oscuro de su sangre derramada, una sensación de déjà vu se apoderó de mí.

La escena era iluminada de forma intermitente por los relámpagos que rasgaban el cielo, revelando un mundo turbio y sombrío. La humedad había penetrado mis ropas y ahora el frío calaba mis huesos. Pero esas incomodidades pasaban desapercibidas en comparación con el abismo emocional que enfrentaba. El sonido ensordecedor del viento y la lluvia se mezclaba con el latido agonizante de mi corazón.

Un arma apuntaba a mi cabeza. El que la sujetaba, apenas visible en la penumbra de mi mente, parecía decidido a llevar a cabo un acto de violencia incomprensible.

Sentí una extraña mezcla de resignación y terror, pero también una fijación ardía en lo más profundo de mi ser. Sabía que aún no podía rendirme, no quería unirme a los que habían caído, pues todavía tenía una razón para seguir luchando: ella.

La lluvia, los relámpagos y el sonido del mar embravecido se mezclaban en un caos apocalíptico que reflejaba mi desesperación interna. Pero también la resolución inquebrantable de seguir adelante, sin importar los obstáculos que se interpusieran en mi camino.

En ese momento, mientras el arma amenazaba mi cabeza y la lluvia seguía cayendo con furia, la chispa de determinación se encendió dentro de mí y se transformó en una ardiente llama.

Todavía de rodillas, de reojo, capté su mirada impenetrable. Mis dedos se aferraron con fuerza al arma, y durante unos largos minutos, experimenté la misma duda en sus ojos que hace alrededor de 26 años. Opuso resistencia, sin embargo, continuó sin apretar el gatillo. Dejé de llamarlo suerte. El suelo de la cubierta se volvía resbaladizo bajo nosotros, y el viento aullaba a nuestro alrededor, así que no iba a correr el riesgo de ponerme de pie todavía.

Cuando finalmente logré arrebatarle el arma, su cuerpo se tambaleó hacia mí, rociándome con un cálido líquido.

Nikolai, por instinto, presionó su hombro, pero la sangre seguía fluyendo entre sus dedos. Un nuevo matiz apareció en su rostro al mirarme, aunque no pude discernirlo con claridad. A sus espaldas, a varios metros de distancia, alguien murmuró:

Per una merda! —A través de la oscuridad que acechaba, divisé un rostro desconocido que no parecía comprender el significado de la piedad. Sin embargo, su expresión sí reflejó sorpresa al verme, como si mi presencia hubiera sido algo inesperado. Esa fue la persona que acabó de disparar, y era posible que, si Nikolai no se atravesara en su camino, la bala hubiera alcanzado mi cuerpo con una precisión sorprendente.

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