Capítulo 49

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Horas más tarde, Alastor me animó a salir con Cheyanne y la niña. La idea era no dejarme sola en casa, así que acepté.

Un auto pasó a recogerlo después del almuerzo. Se fue para reunirse con personas que lo ayudarían a encontrar el paradero actual de César, y aunque nos hubiera asegurado que estaría bien, no dejaba de inquietarme. La preocupación me motivó a correr los quince minutos que Cheyanne me impuso en la caminadora después de las clases de natación, porque de pronto quería sentirme fuerte por él, para que dejara de preocuparse por mí. Mi objetivo era darle tranquilidad, sin embargo, ahora me temblaban los músculos y apenas podía caminar.

Sam's Club. No conocía este lugar, pero los productos que vendían allí eran al por mayor, y solo las personas afiliadas podían hacer compras.

Al desocupar dos carritos llenos de alimentos en el maletero de la Ford, nos dirigimos a un sitio que ella denominó como Outlets. Cheyanne aseguró que había ropa de marca a precios increíbles en ese lugar.

—Deberías probar a comprarte una de estas —me indicó una falda con dobladillos roja.

—Parece de colegiala.

—Puede que a él le guste.

—No tiene fetiches, ¿o sí?

Se encogió de hombros, dejó la prenda en su lugar y continuamos a través de las perchas de faldas y vestidos.

Puesto que Lizzie no hizo nada más que seguirnos durante la última media hora, Cheyanne había tomado varias prendas al azar para ella, y asumimos que le quedarían bien.

—Pruébate esto. —Me lanzó un vestido y logré capturarlo de sorpresa. Luego me arrojó otros dos, un pantalón de tela delgada, y perdí la cuenta a la cuarta blusa.

—No tengo dinero —le recordé al contemplar el carrito con cierto nivel de pánico.

—Deberías dejar de hacer la misma observación cada vez que tienes la oportunidad, y parar de incomodarnos a todos. Sabes que el dinero es lo que menos le importa, compró una casa en uno de los barrios más ricos de Florida, por el amor de Dios.

Me quedó claro que Alastor pagaría por todo de nuevo.

Del brazo Cheyanne me arrastró a los vestidores, y sobre la puerta empezaron a llover las prendas que eligió de camino hasta aquí.

—¡Au! —me quejé. Un broche de seguridad enganchado en la ropa, de esos que soltarían una alarma al cruzar la salida, me dio en la cabeza y me froté el cuero cabelludo.

—Disfruta niña, que no todos cuentan con la misma suerte que tú.

¿Niña?

—¿Cuántos años tienes?

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