1 - Musa: Las rutinas

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Cuando Alberto y María se conocieron, ella cantaba en un club de jazz cerca de la estación de Atocha en Madrid. Era la reina del escenario. Alberto era un físico teórico emergente que, al mas puro estilo de Feynman, se recreaba en las ecuaciones que flotaban en el fondo de su mente, mientras disfrutaba de la voz de María y de su whisky solo. La primera vez que María le vio entre su público, Alberto destacaba entre el resto de sus amigos que le rodeaban: tenía un look antiguo pero elegante y un porte que destilaba seguridad y magnetismo por cada poro de su piel. Durante todo lo que duró la canción, ella no le quitó los ojos de encima. Fue como si un hilo invisible les uniese.

Apenas unas noches después, iniciaron el más intenso de los romances de sus vidas, cuando María se bajó del escenario y fue directa al sofá Chester donde Alberto se sentaba. Le quitó el vaso de las manos y dejó sus labios rojos marcados al beber:

—Gracias por invitarme a esta copa —dijo ella.

—Yo no te he invitado a nada... aún, Musa —contestó él, recuperando su vaso—. ¿Fumas? —se puso en pie para salir fuera.

—Sí —contestó ella, aceptando el cigarro que él le ofrecía y siguiéndole fuera del club—. ¿Musa?

El aire era frío y había escarcha en los cristales de los coches. En aquella noche de enero, la luna apenas se intuía tras las nubes.

—Sí —dijo él, con el cigarro colgando de los labios mientras lo prendía con su mechero. En María comenzaron a prenderse muchas cosas en aquel momento—. Trabajo con mi mente y, cada vez que te veo cantar, se llena de ideas maravillosas e increíbles. Me haces sentir capaz de cambiar el mundo.

María se quedó sin palabras.

—¿Quieres seguir inspirándome esta noche? —preguntó Alberto.

María asintió, aún muda de la confusión. Aquella fue la primera de muchas otras noches. Establecieron una nueva rutina en sus vidas que les convirtió en expertos en los amaneceres de Madrid. Alberto acudía a todos sus conciertos y, cuando terminaba de actuar en el club, recorrían la ciudad, desde sus castizos bares hasta sus discotecas y restaurantes mas lujosos. Bebieron vinos en Berria Wine Bar, tomaron cócteles en BLESS Hotel y champagne en Sabrage. Por las mañanas desayunaban churros en San Ginés o manolitos en Manolo Bakes. Con frecuencia, María no recordaba mucho de lo que había pasado, tan solo fogonazos. Pero eran lo suficientemente divertidos para saber que cada día vivía la noche de su vida.

Así, el tiempo transcurría entre noches sin dormir, whiskys a deshoras y una pasión desbordaba el uno por el otro. Para María era pura diversión. Para Alberto, aquella época fue el comienzo de un pozo cada vez más hondo.

Los cambios en él fueron sutiles. Con el paso de los meses, perdió un poco de peso, no conciliaba el sueño y permanecía durante horas encerrado en su despacho. Sus ojos se enrojecieron y se volvió susceptible a cualquier comentario.

Al final, una noche que estaban cenando en Platea, rodeados por los espectáculos acrobáticos, Alberto se confesó con María:

—Te necesito. Eres la musa de mis ecuaciones. Estoy en crisis.

A partir de aquel día cambiaron sus rutinas. Ella no entendía cómo podía ayudarle, pero accedió a pasar largas noches tendida con él en el suelo de su piso en Malasaña. A la luz de las velas, ella miraba al techo y le escuchaba. Él hablaba de física y de cosas que María no entendía, pero lo hacía con pasión. Apuntaba ideas con nerviosismo en su cuaderno Moleskine y pasaba de la exaltación a la depresión en cuestión de minutos. Alberto trabajaba como investigador en una empresa privada. No podía contar los detalles de lo que hacía, pero sí que su línea de trabajo estaba en peligro: había salido una nueva teoría que desdecía la suya y él estaba al borde de la vergüenza académica. María pensaba que Alberto luchaba por su dignidad, pero no sabía que había algo más.

En una mañana en la que los rayos de sol iluminaban el piano que Alberto tenía en su piso, se encontró con que la estaba esperando cuando salió de la ducha. Tenía los ojos desorbitados, el pelo revuelto y paseaba como un león enjaulado de un lado a otro del piso. La noche anterior no había acudido a su cita en casa con ella, porque había tenido que quedarse en el despacho. Por el olor que traía, María intuyó que no había estado toda la noche en el trabajo, pero no dijo nada.

—Musa, necesito que me dejes cincuenta euros. Es para el registro del artículo. ¿Te he dicho que esta noche he dado con el clavo? Es que a mí no me pagan hasta final de mes y se me ha acabado el dinero.

María hizo caso omiso al hecho de que no se lo había pedido, sino que se lo había exigido. Le dio sus cincuenta euros, no lo pensó más y se alegró porque pudiese salir del embrollo que tenía.

Sin embargo, la actitud de Alberto no cambió y, al cabo de una semana, se repitió la escena. La cantidad fue distinta y la excusa también:

—Musa, dame veinte euros, es para el abono y el tabaco.

Sin que María supiese cómo habían llegado a eso, establecieron una nueva rutina con la que ella no se sentía nada a gusto. Él pedía dinero y ella se lo daba. Las excusas eran tan variopintas como las cantidades, que a veces llegaban a sobrepasar los cien euros.

María comprendió que había algo más. Algo que Alberto ocultaba. Como todas las posibilidades que pasaban por su mente eran a cada cual peor, decidió armarse de valor y preguntarle. Reservó una mesa en El Jardín de Orfila y preparó un discurso para sonsacarle la información.

Pero Alberto no acudió a su cita con ella. María se mantuvo firme en la espera hasta que el camarero le dijo que iban a cerrar. Luego, se deslizó por las calles mojadas del centro de Madrid, resguardada en su paraguas, mientras intentaba hablar con Alberto por enésima vez.

Su teléfono estaba desconectado.

No durmió nada en toda la noche y probó a volver a llamarle por la mañana.

Pero su teléfono seguía desconectado.

La angustia recorrió su cuerpo y se imaginó los peores escenarios.

¿Dónde estaba Alberto? ¿Le había pasado algo?

	¿Dónde estaba Alberto? ¿Le había pasado algo?

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