2 - Los Gondoleros: El salto desde la palmera

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Los gritos de ánimo de Tommy y Santi resonaban como ecos lejanos en los oídos de Martina:

—¡Salta! ¡Vamos! ¡Tú puedes, Martina!

Eran las tantas de la madrugada y ella estaba a los pies de una palmera, con un salto de dos metros de por medio a una piscina con el agua iluminada. Más allá de que cualquier esfuerzo físico excedía sus capacidades, Martina tenía vértigo. Si a veces no se atrevía a saltar desde el borde de la piscina, ¿cómo se suponía que iba a hacerlo desde ahí arriba? Todo lo sucedido a lo largo del día se agitaba en su cabeza, al ritmo del mareo causado por la altura. Había sido una jornada agotadora, pero habían pasado todas las pruebas, lo que les había llevado hasta Alcocéber: tenían que buscar una palmera desde la que saltar. Como locos, habían cruzado el pueblo entero en sus bicis, que parecían de juguete al lado de los cientos de motos que les rodeaban: esa semana se celebraba una concentración de moteros en el pueblo. La palmera había resultado estar dentro de una urbanización que había en una de las últimas playas, la Playa del Moro. Tommy y Santi ya habían saltado. Solo quedaba que ella se atreviese y conocerían la ubicación del reto final.

—¡Martina! —era Tommy llamándola desde el otro lado de la piscina. Sus rizos mojados dejaban charcos en su rostro—. Tú eres capaz de dar ese salto y mucho más —clavó sus ojos en ella y Martina asintió. Desde aquel beso en la tabla de paddle surf, Tommy se había convertido en el novio perfecto. Su relación le dio fuerzas. Era algo que ya le había pasado antes: él conseguía que ella intentase siempre ser mejor. Sin embargo, el rostro esperanzado de Santi, también le infundió el valor que le faltaba.

Cogió aire y se lanzó al vacío.

El choque del agua sacudió su cuerpo y pataleó hasta la superficie. Antes de que pudiese llegar a las escaleras, una mujer salió corriendo de uno de los apartamentos y le entregó un papel a Tommy. Martina se envolvió con la toalla que Santi le ofreció y leyó:

—La carrera final empieza a las 07:00, en las escaleras donde el mago lanzaba su capa el mar y volaba hasta Roma.

Eran las 04:00. Tommy y Santi la miraron con intensidad. Ella era la experta en los acertijos. Gracias a eso, habían ido superando todas las pruebas. El resto del equipo le comunicaban sus acertijos por Whatsapp. Martina los había resuelto todos.

—Es en Peñíscola —dijo con toda seguridad—. El mago es el Papa Luna. Desde la Ciudadela del Castillo, se accede a unas escaleras que llevan al mar.

—Vamos —dijo Tommy, asintiendo y corriendo hacia la salida de la urbanización.

Martina tardó unos minutos en alcanzarlos, pero llegó a tiempo de leer la decepción en los rostros de sus amigos:

—Las bicis —dijo Tommy, con furia y dando una patada al suelo—. No están, se las han llevado —le mostró una foto en su móvil. Era una imagen que le había enviado el líder de su grupo enemigo. Los Piratas posaban con sus bicis.

—¡Eso es trampa!

—Con ellos las trampas no son trampas nunca —dijo Santi, apenado. Martina le miró con curiosidad: Santi tenía catorce años y vivía atormentado por el grupo de amigos que conformaba Los Piratas, pero Tommy no le había contado la magnitud de ese tormento—. Estoy harto, siempre es igual. Siempre se salen con la suya. Siempre nos humillan. No nos dejan vivir —su voz estaba teñida de amargura.

Martina, conmovida, tuvo una idea.

—Iremos en moto.

—¡¿Qué?! —exclamó Tommy.

—¿La vas a robar? —se sorprendió Santi.

—Antes me he fijado en que al otro lado del pueblo alquilan unas motos con Sidecar.

—Yo no tengo el carnet —dijo Tommy, con los ojos entrecerrados, intuyendo la respuesta de Martina.

—Pero yo sí.

—¿El deporte no, pero las motos sí? —dijo Tommy, sonriendo—. ¡Vamos, Gondoleros!

Cruzaron de nuevo el pueblo, esta vez corriendo a través de las estructuras de madera que recorrían la playa y que hacían las veces de paseo marítimo. Era de noche y apenas se veía nada. Martina tenía miedo de que se le quedase un pie enganchado entre dos tablones. Las olas rompían a su derecha cuando llegaron a la zona de restaurantes del pueblo, donde se estaba acabando el último de los conciertos. Martina reconoció la canción: Contigo el miedo se vuelve silencio. La cantaba un tal Dani que empezaba a sonar en las radios.

—¡Allí es! —gritó ella para que la escuchasen por encima de la música.

Un hombre de melena larga y tatuajes en los brazos les dio las buenas noches y pidió que se identificasen para el alquiler. En menos de quince minutos, tenían su moto.

—Vamos a responderles a esa foto que nos han mandado —dijo Tommy.

Santi se negó a salir, así que fue el que tomó la foto de Tommy y Martina burlándose de sus enemigos delante de su moto.

Martina se sentó en ella, Tommy la abrazó desde atrás y Santi ocupó el Sidecar.

—¡Por Los Gondoleros! —gritó ella antes de arrancar.

Santi secundó su grito y Tommy añadió:

—¡Unidos por la arena y el mar!

	—¡Unidos por la arena y el mar!

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Nota de la autora:

¡Trirrelatos ha llegado a las 2000 lecturas hoy! Muchísimas gracias a todos los que leéis esta historia, aquí y en Instagram, y me vais dando vuestro feedback.

Para celebrar este hito, os he subido este nuevo capítulo de Los Gondoleros. ¿Qué os ha parecido?

Este trirrelato es uno de los que más investigación ha requerido por mi parte, para poder construir las escenas, hilar los retos y que todo quedase coherente y creíble. Si vosotros sois escritores, me gustaría saber qué opináis de esta parte del trabajo de escribir que es documentarse. A mí personalmente me gusta mucho y es una parte con la que disfruto bastante. Especialmente cuando esa investigación, como ha sido este caso, implica conocer cosas de lugares reales (al final, siempre acabo con antojo de algún viaje...). 

Y... ¡esto es todo por hoy! Espero que tengáis un muy buen fin de semana. Prontito, el siguiente capítulo :)

¡Saludos!

Crispy World


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