1 - Caleidoscopio: Sant Jordi

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Ángel comprendió que Julia era sinónimo de libertad en una tarde de Sant Jordi.

—¿Me pones un Cosmopolitan? —le preguntó ella con el tono vacilante de quien no sabe si está pidiendo bien algo.

Ángel la observó por encima del libro que estaba colocando. Trabajaba en una librería en las Ramblas y habían contratado un servicio de catering para los clientes, pero él no era el camarero. Estaba convencido de que aquella impertinente chica lo sabía, pues se pasaba tres tardes a la semana con la cabeza hundida entre los libros de diseño que no se podía permitir. Ángel hacía la vista gorda todas las veces.

—¿Sabes acaso lo que es un Cosmopolitan? ¿O eso no viene en las páginas que mangoneas lunes, miércoles y viernes?

Julia se enfurruñó y le lanzó una mirada de odio. Con una cierta dignidad, cogió su bolso y salió a la calle. Ángel comprendió que ella había intentado entablar una conversación con él y que él había sido de todo menos simpático.

—Un Cosmopolitan.... Y una rosa —dijo acercándose a ella, que seguía de pie en la calle consultando su móvil—. Soy Ángel.

—Yo soy Julia —respondió ella—. Gracias. Y no solo por esto —dijo, aceptando la rosa y la bebida.

Ángel abrió la boca, pero no supo qué decir.

—¿Me dejas compensarte? —preguntó ella.

—¿Cómo?

—Desordenando tu vida —dijo, sonriendo, cogiéndole de la muñeca y tirando de Ángel calle abajo.

—¿Qué? ¡Espera! Se supone que debo estar en la librería... —pero su queja se perdió en el aire.

Como bien le había advertido, Julia puso patas arriba la vida de Ángel. Aquella tarde le obligó a recitar poemas en una plaza del Barrio Gótico, probaron el pan de Sant Jordi, hicieron colas interminables en las firmas y cenaron una hamburguesa sentados en la orilla de la Barceloneta. Cuando llegó el momento de la despedida, Julia le confesó algo a Ángel:

—Sabía que no eras el camarero. Pero quería hablar contigo. Al final pasamos muchas horas juntos a la semana en esa librería, quería conocerte...

Ángel no preguntó si la volvería a ver, pues sabía que el lunes, a las 18:00, estaría en su rincón. Julia no falló y tampoco lo hizo en los siguientes cuatro meses. Pasaron el verano de sus vidas. De su mano, Ángel redescubrió Barcelona. Siguió la estela de Gaudí por la ciudad: disfrutaron de los atardeceres desde el Parque Güell, asistieron a los conciertos en la azotea de la Casa Batlló, fueron al parque de atracciones del Tibidabo y bailaron en la plaza de Montjuic. Por las tardes veían los atardeceres en La Barceloneta, mientras Ángel le leía a Julia los pasajes favoritos de los libros que se estaba leyendo.

Desde el principio, todo fue muy deprisa entre ellos. También sus vidas fueron a mejor desde que estaban juntos. Julia consiguió un empleo como diseñadora de packaging en una bodega de La Rioja y Ángel no dudó en dejarlo todo atrás y seguirla. En aquellos tiempos la hubiese seguido al fin del mundo. Así se lo dijo cuando le propuso matrimonio y así se lo decía a sí mismo cada vez que se marchitaba en su puesto de secretario. Se compraron una gran casa, construyeron una vida envidiable, llenaron sus días de costumbres que eran cómodas y ligeras, sin preocupaciones.

Ángel se fue encerrando cada vez más en sus libros. Tanto que llegó a olvidar que Julia no entendía de ataduras. Por eso, casi se sorprendió aquella tarde de un octubre, cuando ella volvió de un fin de semana de trabajo en San Sebastián y le dijo:

—Ángel, te he engañado con otro...

Escuchó sus explicaciones, pero realmente no estaba asimilando las palabras.

—Gracias, Julia —le respondió él y le dio un abrazo que recordaría para siempre—. Entiendo porque lo has hecho. Aunque no sé si yo hubiese elegido esa manera...

—Te sigo queriendo, siempre lo haré. Esto no ha cambiado nada.

—Lo sé. Porque yo también te querré a ti siempre.

Ángel soltó la mano de Julia y se giró despacio. Se alejó andando y no miró nunca atrás. Cogió una habitación de hotel y, al día siguiente, volvió a Barcelona. Contrató un servicio de mudanza para que moviesen sus cosas y acabó instalándose en un pequeño piso en el Barrio Gótico.

Al principio se sintió como un caleidoscopio. Veía reflejado su dolor en los miles de azulejos del Parque Güell. Recordaba a Julia por todas partes. A veces sentía su presencia con él. Los fantasmas de sus versiones jóvenes habitaban las calles de esa ciudad y habían dejado una huella en el caminar inconsciente de Ángel: sus pies le llevaban a todos esos rincones dónde habían sido felices. Él comprendía las razones de Julia, aunque no compartiese sus maneras. Sabía que su relación se había ido desvaneciendo con los años. Que fueron como una estrella fugaz, llenos de mariposas y emoción al principio, pero vacíos al final.

Y aún así, le faltaba algo. Pero no podía comprender el qué.

Hasta que un día sus pasos le llevaron a aquella vieja librería olvidada y abandonada, donde se habían conocido. Ahora estaba cerrada y se vendía el local.

Algo captó su atención: rosas salvajes habían crecido en las viejas macetas que él mismo había plantado, años atrás.

	Algo captó su atención: rosas salvajes habían crecido en las viejas macetas que él mismo había plantado, años atrás

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