1 - Noches Viejas: 2000

19 3 0
                                    

A veces en la vida uno tiene que sacar pecho, ser valiente y hacer frente a todos sus demonios. La primera vez en la que fui consciente de esto fue cuanto tenía nueve años. Corría el último año del siglo veinte y el mundo estaba contagiado por el espíritu de que el fin de la humanidad llegaría al mismo tiempo que el nuevo milenio. Recuerdo con claridad las noticias sensacionalistas que veíamos por la gran televisión que teníamos en el centro de nuestro salón: los ordenadores se estropearían, un eclipse apagaría el sol, el mar se convertiría en un gigantesco tsunami y la tierra abriría sus fauces. A mi toda esa parafernalia apocalíptica me asustaba en su justa medida, pues se me hacía algo de eso que los mayores decían extravagante. Como el niño de nueve años que era, tenía otras preocupaciones en mente. Me importaba más averiguar cómo superar la siguiente pantalla del Príncipe de Persia que el calendario maya y sus predicciones terroríficas.

Aquella noche era la Nochevieja del último año de siglo. Después de la cena de rigor, de los debates políticos liderados por el abuelo, de las campanadas en directo desde Sol y de que mis hermanos mayores se arreglasen para ir a sus fiestas, me quedé solo con mis padres. Abatido, empecé a hacerme a la idea de que tendría que ver las repeticiones de las mejores actuaciones del año (y de todos los pasados) hasta dormirme. Era la primera vez que mis hermanos mayores salían y me quedaba solo el resto de la noche. Me asomé a la ventana y observé los fuegos artificiales de todos los colores que alumbraban el cielo del norte de Madrid.

—¡Álex! Ven aquí que vamos a bajar a la calle —me gritó mi madre desde la puerta.

—¿A qué? –pregunté, animándome, mientras mi madre me calaba el gorro hasta las orejas.

—En la tele han dicho que hay una especie de clavos en el suelo de la Castellana. Y que, si los pisas esta noche, dan suerte. Tu padre quiere bajar a buscarlos.

Por la manera en la que lo dijo, tuve claro que a ella no le apetecía lo más mínimo. A mi, en cambio, me parecía una idea estupenda.

—¡Voy a por la linterna!

Vivíamos en un piso noveno y el trayecto en el ascensor se me hizo eterno. Mi padre aprovechó para explicarnos cómo eran los clavos: grandes y con unos números grabados. Cuando salimos a la calle, miré hacia todos lados. ¡Era la primera vez que salía tan tarde de casa! Encendí la linterna y apunté al suelo.

Registramos cada rincón de nuestra manzana. Cada bordillo, cada baldosa e incluso las carreteras, que estaban cortadas aquella noche.

De pronto, empezó a nevar.

—Vamos a ir subiendo ya. Esto es una tontería —dijo mi madre—. El niño se va a congelar.

No éramos los únicos empeñados en encontrar los clavos y me asombré de la de gente que necesitaba un pellizco de suerte. Pensé que, quizás, mi madre tenía razón y era mejor subir a casa. Al fin y al cabo, nosotros no necesitábamos esa suerte. Teníamos dinero y salud, no nos faltaba de nada.

—Tenemos que encontrarlo —dijo mi padre muy serio.

En su voz había algo raro, pero, como yo quería seguir fuera, le apoyé sin darle importancia:

—Sí, vamos, mamá. Que seguro que ya estamos cerca.

Suspiró, pero se resignó. Fuimos a la siguiente manzana y repetimos el procedimiento.

—¡Lo he encontrado! ¡Aquí hay uno!

Mi padre había dado con un clavo y nos turnamos para pisarlo emocionados. A día de hoy creo que ya mucha gente debía de haberlo pisado y que, de tanta suerte que había dado, decidió quitarnos la que a nosotros nos quedaba. Pero, como eso yo no lo sabía en ese momento, me sentí feliz y me dejé arrastrar a la cama. Sin embargo, acostumbrado como estaba a dormir acompañado de mis hermanos, todas las sombras de la habitación me asustaban y el sueño me rehuía. Estaba sopesando si el bulto de la silla era un asesino o la ropa que me había dejado tirada, cuando los susurros de mis padres se colaron por debajo de la puerta.

Fue la primera vez que descubrí que los peores secretos solo se cuentan por la noche.

Escuché palabras cuya implicación yo aún no fui capaz de comprender, pero que ya se me antojaron a un mal por venir: ruina, paro, deudas. Me encogí en la cama, asustado, a la vez que comprendía el afán de mi padre por encontrar los clavos y, con ellos, algo de suerte.

Sin haber dormido nada en toda la noche y con los susurros orbitando en mi cabeza, a la mañana siguiente me levanté y me hice el valiente. Saqué pecho e hice frente a mis demonios. Fui a la cocina y, con toda la alegría que pude fingir, les dije a mis padres:

—¡Feliz Año Nuevo!

	—¡Feliz Año Nuevo!

Oops! This image does not follow our content guidelines. To continue publishing, please remove it or upload a different image.

Nota de la autora:

Sé que las navidades quedaron muy atrás, pero espero que os guste leer esta historia igualmente, entre los primeros días de calor del año. Que esté publicando este relato en abril es una señal de que voy un poco retrasada con mis planes, pero lo importante es que estoy llegando al final de este proyecto y que, en nada, lo tendréis completo y en papel.

Por el momento, os dejo la banda sonora que he preparado en Spotify y Apple Music para que podáis escucharla. Son todas las canciones que he ido poniendo en los relatos, ordenadas por capítulos:

Spotify: 

https://open.spotify.com/playlist/13mI4D2KyKFXMOWnhwRKTV?si=f4e022c2dea849ea

Apple Music: 

https://music.apple.com/es/playlist/trirrelatos/pl.u-ykmruLZ1xoE

¿Cuál es vuestra canción favorita de la lista?

¡Saludos y buen fin de semana!!

Crispy World

TrirrelatosWhere stories live. Discover now