1 - Mochila de cáñamo: La huida

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El sonido de la mochila de cáñamo al golpear con el suelo retumbó entre las paredes de la habitación del hotel.

—¿Qué estás haciendo? —me pregunté a mí misma.

Como era de esperar, en la soledad de aquel cuarto no respondió nadie. Solo existía un silencio pesado, que se retorcía por las paredes y se enredaba entre mis piernas. Los silencios no suenan, pero yo escuché la soledad. El vacío. Nada.

—¿Qué estoy haciendo? —volví a preguntarme a mí misma.

Hasta esa misma mañana, yo trabaja en un estudio de Arquitectura en Madrid. Me había levantado, como todos los días, a las seis de la mañana, con unos ojos hinchados como magdalenas y arrugados como pasas, debido al sueño. Me había peleado por un hueco en la línea diez del metro y había llegado a mi puesto de trabajo, dispuesta a dejar pasar más de ocho horas sentada en mi silla, con la iluminación blanquecina de mi ordenador resaltando los pálidos de mi rostro.

El día había empezado a estropearse cuando las notificaciones del móvil me recordaron que cumplía treinta años. Mi hermana había sido la primera en escribirme, después mi madre, luego mi novio Guille. Me había quedado paralizada con el móvil en la mano. Mi vida estaba sumida en tal monotonía y rutina, que había olvidado por completo el mes en el que vivía. Por algún extraño motivo que no logré comprender en ese momento, no fui capaz de responder y me dirigí a la reunión con los nuevos clientes. Aquello fue la gota que colmó el vaso. No les gustó el proyecto, ni tampoco mis ideas, y dijeron que no tenía talento. Y yo en el fondo sabía que no lo tenía. No era eso lo que yo quería hacer con mi vida.

Fue cuando me miré en el espejo del baño del trabajo cuando tomé la decisión. Apenas reconocía ese rostro que me devolvía la mirada. Era menos de lo que yo se supone que debía ser. Las debilidades e inseguridades me envolvía y se adherían a mi piel, haciéndome menos de lo que yo era. Menos inteligente y resolutiva, menos amable y menos divertida, menos atractiva.

Yo llevaba toda la vida escuchando que llegaría lejos, pero la vida se me estaba haciendo de rogar.

Y, entonces, huí. Yo quería ser escritora y encontrar una gran historia. Me di cuenta de que no iba a encontrar lo que buscaba, la inspiración, la creatividad, sentada frente a un ordenador. Las ideas geniales estaban fuera, esperando a ser vividas. Y yo vivía encerrada en una cueva.

Dejé el trabajo, avisé a mi madre y le di a Guille la oportunidad de ir conmigo. De empezar de cero y vivir aventuras. De todo lo que yo quería ser y todo lo que era, Guille era lo único que había conseguido.

—Natalia... yo no puedo ir, dejarlo todo. No es así de fácil —me había dicho con los ojos brillantes—. Pero entiendo lo que quieres hacer.

—¿Lo entiendes?

—Te veo todos los días, marchitándote. Somos poco para ti. Tú quieres ser escritora, quieres viajar y encontrar miles de historias. Sal y encuentra la tuya. Y... algún día, si vuelves, avísame.

Mientras iba en el tren con destino a Cádiz, supe que siempre le querría. Pero amarle y odiarme al mismo tiempo era demasiado difícil. Si me iba era para reencontrarme y volver reencarnada en alguien distinto, alguien que sí le mereciese. Alguien menos obsesivo, alguien a quien el día a día no le supusiese una taquicardia continua. Alguien sin una lista de remordimientos y vergüenzas.

—Tengo que aprender a estar sola para poder estar a tu lado—le dije al aire de aquella habitación.

Me planteé salir fuera. Conocer la Catedral, ver la puesta de sol en La Caleta; pero al final decidí empezar a organizar mi nueva vida. Saqué de mi mochila unas tijeras de Faber Castell. Aunque no estaban pensadas para eso, me planté delante del espejo y solté unos cuantos tijeretazos. No me importaba mucho el resultado: no tenía a nadie que me mirase. Después, saqué una lámina de dibujo y el estuche de cuero que Guille me regaló. En mi huida, lo había preparado con prisas, insertando unos cuantos pinceles, lápices de grafito y rotuladores en las gomas elásticas. Me di cuenta entonces que en la parte superior había una ranura que no conocía. Era un espacio para guardar algo más y lo abrí, evaluando su capacidad.

Una nota salió entonces volando. Conté hasta cinco segundos hasta que tocó el suelo.

Me invadió una de mis taquicardias.

No tenía fuerzas para leer la nota que Guille hubiese escondido allí y que yo aún no había encontrado. Iba a quebrantar mi fortaleza y mi resolución. Mis latidos temblaban en mis oídos cuando le di la vuelta al papel.

No era su letra. El estuche era un producto de Nepal y la nota era de un chico que me agradecía la compra y me contaba que trabajaba en la fábrica de cuero y que gracias a esa compra había podido conseguir comida para sus hijos.

Alucinada, releí con atención cada palabra de la descarnada vida del autor de la nota.

Me di cuenta entonces de todo. Me sentí egoísta. El mundo está lleno de problemas, mucho peores que los que yo tenía entonces.

Me miré entonces al espejo. No me había quedado tan mal el pelo. Comprendí que no me podía encerrar. No había huido. Había salido a aprender a vivir. A conocer dónde mueren las rutinas, a desdibujar la mía. A averiguar dónde acaban los asfaltos. A vivir intensamente.

En un arranque de inspiración, alquilé una habitación temporal en un piso compartido y pasé la siguiente semana planeando un viaje a Nepal. Había considerado aquella nota una señal del destino y creía que ahí estaba mi historia. Tenía que encontrar la fábrica y al autor de la nota y dejarme llevar por el mundo.

Pero el mundo tenía una nueva sorpresa para mí y el resto de personas. Por supuesto, no había sido ajena a todo el pánico causado por el COVID esa última semana, pero no vi venir un confinamiento que truncó todos mis planes.

No vi venir que me quedaría atrapada en una ciudad que no era mía pero tampoco lo suficientemente extraña.

No vi venir que me esperaba un nuevo tipo de monotonía.

	No vi venir que me esperaba un nuevo tipo de monotonía

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TrirrelatosWhere stories live. Discover now