2 - Vino Tinto: Fase 2

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Para volver a La Rioja compartí un BlaBlaCar con una desconocida. Se llamaba Martina y me contó que volvía de ver a un amigo llamado Tommy. Ella iba a Castellón pero me dejaba en Logroño, porque tenía que hacer allí una parada.

—¿Te importa si pongo algo de música? —me encogí de hombros y ella entendió que no me importaba nada más que ver el paisaje cambiante de los viñedos rojos a través del cristal de la ventanilla.

Ajena a la música que sonaba por la radio, mi mente pensaba en mi relación con Ángel. En apariencia, éramos la pareja perfecta. Pero, de puertas adentro, nuestra vida era pura monotonía. Detrás de los viajes de lujo, la mansión que nos habíamos comprado y nuestra relación instagrameable, había una vida que había rozado lo absurdo en lo predecible. Sabía dónde estaría mañana, pero también en un año. Mi vida no tenía el misterio que un día guió mis pasos. No había ni incertidumbre, ni dudas. Tampoco había aventura o diversión. Era una versión en blanco y negro de la vida que podría estar viviendo.

No sabía si contarle la verdad o cubrir mi mentira. Pero yo nunca he sabido mentir, y menos a él, que en otras épocas me había leído como un libro abierto. No, mentir no era una opción. No podía seguir dejándonos marchitar.

Pero ¿qué decir? ¿Por dónde empezar?

Al darme cuenta de que Martina se había perdido y estaba reubicándose con el GPS del móvil, fui consciente de lo difícil que es saber hacia dónde mirar cuando no sabes dónde estás. Por su parte, Martina había parado el coche y danzaba en la acera de un pueblo con los brazos en alto, intentado encontrar cobertura. Por la nuestra, Ángel y yo nos habíamos alejado tanto el uno del otro, que yo ya no sabía si encontraría mi camino de vuelta.

—Martina, yo te guío. Conozco este pueblo. Es Haro.

Martina me miró con evidente alivio en su rostro y, si leyó la angustia que recorría el mío al ver frente a mí el hostal donde Ángel y yo nos habíamos alojado en nuestra primera escapada de novios, lo disimuló:

—Pues ya lo podías haber dicho antes, maja.

Instaladas de nuevo en el coche, Martina siguió mis indicaciones. Dejamos atrás Haro y sus dos ríos y sus bodegas centenarias. Esas en las que habíamos hecho Ángel y yo nuestras primeras catas de vino, rodeados de barriles, tras una tarde recolectando uvas en la temporada de vendimia.

Martina, animada porque yo había salido de mi mutismo, me dijo:

—¿Eres de San Sebastián o de Logroño?

—De Logroño. ¿Y tú? ¿Castellón o San Sebastián?

—¿Yo? Yo soy de Madrid —se limitó a contestar—. Pero el destino siempre me ha llevado a sitios con arena y mar. ¿Tú crees en el destino?

Quise decirle que no, pero solo me encogí de hombros. Hacía algo de frío y hundí mis manos en los bolsillos de la chaqueta. El corcho de Jon tamborileó en mis dedos. Desde luego, Jon no había sido el destino, pero sí la señal que necesitaba para darme cuenta de que necesitaba un cambio. Pero, ¿qué cambio? Ante mí se planteaban tres opciones: dejar a Ángel, rogar su perdón o pasar por alto lo que había pasado ese fin de semana que se suponía que iba a ser de los dos.

Martina debió entender que la charla había finalizado y volvió a guardar silencio. Escuché las ruedas de los neumáticos sobre el suelo mojado de la carretera. Habíamos entrado en un tramo con lluvia. Esa calma fue interrumpida cuando volvimos a una zona con conexión. Martina lo celebró con un yuhu y su móvil con un aluvión de notificaciones, que hicieron sonar repetidas campanillas. Para cuando todo el alboroto cesó, la radio decidió volver a la vida.

Tuvo que sonar Adele.

Nuestra relación siempre había estada marcada por sus canciones. Sonreí con melancolía. Su música siempre era triste y esa era la melodía que nos había acompañado. Incluso al principio, cuando nuestra relación era una explosión de color y fuegos artificiales, más propia de una banda sonora compuesta por Coldplay.

La canción finalizó a tiempo de que yo tomase una decisión. Martina me dejó en el centro de Logroño.

—Suerte en tu ruptura —me dijo. Yo la miré sorprendida—. Soy buena resolviendo misterios —dijo, antes de arranchar su jeep granate y marcharse.

Yo me arrastré por las calles de Logroño. Las terrazas estaban llenas, pero todo el alboroto y la felicidad me parecían distantes.

Cuando llegué a casa, Ángel no estaba en ella. Le gustaba ir a leer al parque, así que no me sorprendió. Podía pasar horas eternas sumido en sus libros.

Me serví una copa de vino y, con un aplomo que no sentía, escribí a Ángel para ver en qué banco estaba y acudir a su encuentro.

	Me serví una copa de vino y, con un aplomo que no sentía, escribí a Ángel para ver en qué banco estaba y acudir a su encuentro

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Nota de la autora:

¡No te olvides de darle una estrellita si te ha gustado el capítulo!

Espero que llevéis muy buena semana de San Valentín :)

¡Saludos!

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