1 - Asociales: Helado de chocolate

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Su madre la miró por encima de sus gafas de pasta, con un evidente gesto reprobatorio enmarcado en sus finas cejas. Nadia se apoyó en la mesa, esforzándose en ocultar la mancha que su café había dejado en el mantel nuevo. Intentó parecer lo más casual posible.

—Es viernes —dijo su padre, que acababa de aparecer al lado de su madre—. ¿Vuelves a no tener planes?

—Bueno... pensaba estudiar para la Selectividad.

—Hija —dijo su madre—, ¿podrías ser menos asocial? —lo dijo con su habitual tono de condescendencia, como si fuese un ser superior a Nadia. Su madre era experta en menospreciar a los demás y su objetivo favorito era su hija—. En fin, no sé cómo has podido salirme a mí así. Nos vamos, hemos quedado con los del club de golf.

Como siempre, Nadia sintió una punzada de malestar por el desdén de sus padres y se despidió de ellos con un movimiento de la cabeza y un nudo en la garganta. Cuando entró de nuevo en su mansión de Santander, se encontró con que su hermano se había vestido con camisa y pantalón de vestir y que se iba al último cotillón del instituto.

—¡Nos vemos, monstruo!
Nadia se tragó su orgullo. Vivía en una familia cuya felicidad venía condicionada por lo que los demás pensarían y diría de ellos. Una familia en la cual lo más importase era ser divertido y donde la productividad se medía en el nivel de sociabilidad. Había que ser siempre perfecto: delgados, guapos, listos. Ella, que era distinta, odiaba la concepción que tenían de ella en su familia. Aquella tarde, compungida, decidió salir a la calle. Si no querían que estuviese en casa, no lo estaría. Deambuló por las calles, recorrió el paseo marítimo y acabó sentándose en un banco sin saber qué hacer.

—¡Hola, Nadia!

Un chico de cabellos revueltos y gafas redondas la saludaba con entusiasmo, agitando la mano de manera efusiva.

—Eh... ¿hola?

El chico dejó la bicicleta que arrastraba en una farola y se acercó a ella.

—Soy Milo. ¿Lo sabes? Nos conocemos... ¿no? Vamos al mismo insti, pero estoy un curso por detrás. Almeno a te suono? —preguntó moviendo las manos por delante de su cara. Nadia se fijó en sus labios carnosos y rosados—. ¿Te sueno al menos?

—Sí —admitió al final—. Te he visto por ahí —en realidad, Milo había sido un bombazo en el instituto. Un chico italiano, guapo, atlético y con un coeficiente intelectual que sobrepasaba la media. Sin embargo, pasaba de todo el mundo y no había acabado en los círculos de la popularidad.

—Por ahí... ¿Te apetece un gelato? —le preguntó él, señalando la heladería que había a sus espaldas—. ¿Cuál es tu sabor preferito?

Nadia dudó durante unos segundos. Por un lado, no le apetecía demasiado ir con Milo, aunque era mejor plan que no hacer nada. Por otro lado, dada la estricta dieta que imponían sus padres en casa, tomarse un helado parecía una justa venganza a sus padres por obligarla a ser alguien que no era.

—Chocolate.

—¡Oh vamos! A todo el mundo le gusta el cioccolato. Dime algo más arriesgado... más raro.

—Lo raro en mi casa está prohibido.

Milo pareció sorprenderse, pero se encogió de hombros y le sostuvo la puerta de la heladería. Pido un helado de chocolate para ella y uno de Fior Di Latte y Pistacho para él.

—Ven, vamos a tomarlo a un sitio speciale.

Mirlo la condujo hasta un banco cerca de allí, cerca del Centro Botín, desde donde veían el atardecer. Se sentaron en silencio. Milo parecía cómodo, pero a ella le habían enseñado que el silencio solo es una señal de no ser carismático.

TrirrelatosWhere stories live. Discover now