BIANCA

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El gorrión trina

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El gorrión trina. Aunque no puedo oírlo, pues se encuentra posado en la rama de un árbol al otro lado de la ventana, lo observo con atención. Sigo con la mirada cada uno de sus movimientos: salta por la rama, agita las alas y se acicala con avidez, elevando la cabeza repetidas veces para asegurarse de que ningún depredador se aproxima.

Al rato emprende el vuelo, privándome del punto de distracción sobre el cual llevo quince minutos volcando mis reflexiones. Mantengo la vista en el árbol, de todos modos, desestimando lo que ocurre en la clase. 

No preciso prestar atención; quizá es la única vez en el año que no lo hago, pues la abulia del último día de clase se observa en la actitud de mis compañeros, la cual no falla en afectar también a los profesores. La señora Hardmin lleva toda la hora compartiendo anécdotas sobre sus mascotas, desligada del temario académico. No es de esas profesoras que pretenden perturbar a sus alumnos en el último día, sino que procura volverlo lo más ameno posible. Su voz me aparta del ensimismamiento cuando eleva el tono para atraer la atención de todos los presentes. Se despide con una sonrisa; nos desea buenas vacaciones y nos augura éxitos en el futuro, con la promesa de saludarnos cuando debamos asistir a la entrega de diplomas.

En el pupitre que tengo adelante, los bucles alquitranados oscilan a un lado y revelan el rostro angular de Bianca cuando esta voltea a mirarme. Tras un breve vistazo a los cuadernos y bolígrafos que ocupan mi mesa, sus ojos avellana realizan una vuelta acompañados por un suspiro afectuoso.

—Solo a ti se te ocurre tomar notas en el último día —acusa.

—Me lo agradecerás cuando mis apuntes te salven este verano —reprocho.

Se ríe. Es un sonido agradable que algún escritor novato definiría como melodioso. Tiene la cualidad de contagiar a quien la oye, así que sonrío sin proponérmelo. Todos los años Bianca hace lo mismo: arruina su verano al reprobar matemática y química, por consiguiente, debo pasar las vacaciones ayudándola a estudiar, realizando la monumental tarea de enseñarle en una semana lo que tendría que haber aprendido en ocho meses.

—A cambio, te ayudaré a entrenar para educación física.

Me guiña un ojo mientras se pone en pie. Su sonrisa atractiva vuelve a presentarse cuando nota el rubor que se extiende por mis mullidas mejillas ante el recuerdo de la única materia en la que siempre fracaso.

—Vamos, Dani. —Me apura, y avanza hasta la salida.

Guardo mis pertenencias con apremio para que podamos largarnos de ahí. Bianca me espera cerca de la puerta, con la vista fija en el móvil. Su aspecto es soberbio y elegante, con una naturalidad que se revela innata. Mantiene la espalda recta sin tener que pensarlo, lo que me lleva a notar que camino encorvada, de modo que enderezo los hombros. Corro el cierre mientras le lanzo otra mirada de refilón a mi mejor amiga. Su perfil es agraciado y, debido al calor, viste una musculosa que revela sus morenos brazos tonificados. Desearía verme como ella, pero sé que ese no es el caso. Soy más bien baja y mis brazos son fofos, carentes de visible musculatura a causa de mi aversión por el ejercicio físico, los cuales tiendo a ocultar bajo mangas largas u holgadas.

Cuelgo mi mochila al hombro y me aproximo a Bianca. Abandonamos la clase para sumergirnos en la barahúnda de energía adolescente que colma los pasillos. El éxtasis del último día de clases se palpa en el ambiente; para muchos es el inicio de las esperadas vacaciones, pero para nuestro curso es la emoción de cerrar una etapa en nuestras vidas, la culminación de un extenso trayecto que nos llevó diecisiete años alcanzar. Un día que solía parecer inalcanzable se presenta ante mí y con cada paso que doy hacia la salida, la alegría se trastoca en incertidumbre. Los nervios se retuercen en mi estómago para luego ascender hasta mi garganta.

Bianca choca su hombro contra el mío para llamar mi atención.

—¿Qué te preocupa?

Trato de relajar el rostro. Desde que nos conocemos dice que, cuando me inquieto, luzco como si acabara de comer picante y hubiera intentado bajar el ardor con limón.

—La universidad... —respondo, a lo que me interrumpe con una risotada.

—¿Bromeas? ¡Todavía ni salimos del colegio!

Sus pasos abarcan un tramo más amplio que los míos, de modo que Bianca se adelanta ligeramente. Eso me permite admirar la facilidad con la que avanza por los pasillos. Los otros jóvenes se apartan de su camino con reverencia, le ceden el paso de una manera automática y natural provocada por la soltura envidiable que Bianca expresa en sus movimientos. Ella ni siquiera se percata de ello, nunca lo hace, y no entiendo por qué.

A medida que nos aproximamos a la salida, los gritos de júbilo aumentan. Gritos que superan la simple felicidad de haber terminado las clases. Es un sonido que me acostumbré a oír en esta época del año, solo que ahora transmite un significado diferente, uno que me lleva a sacar el móvil de la mochila para comenzar a grabar.

Cuando salimos al soleado día que precede al fin de semana, de inmediato nos envuelven las risas y las exclamaciones de nuestros compañeros que corren lanzándose huevos, barro y espuma en aerosol. Sonrío contagiada por la felicidad mientras grabo toda la acción: mis compañeros de clase escapan, saltan, se esconden tras los coches estacionados en el aparcamiento. Amo presenciarlo, no tanto participar, así que la cámara me sirve como un escudo que evita que me lancen barro a la cara y huevo al pelo.

De pronto, me recorre una sensación extraña que me descoloca. El alivio del final de clases se entrelaza con una prematura nostalgia. Observo por encima de la cámara también a los chicos que suben a sus coches y a los que caminan en dirección a la parada del autobús. Nunca más veré esta escena, nunca más pisaré este patio, nunca más oiré a los profesores ni a mis compañeros. Por un lado, me gusta la idea, por el otro, me entristece.

Volteo para mirar a Bianca. Es entonces cuando la noto relegada con los brazos cruzados, cerca de los chicos de años menores que observan la escena con envidia y anhelo.

—¿No vas a sumarte? —Señalo con la cabeza al festejo tradicional que se lleva a cabo.

—No, estoy bien.

Amaga con alejarse, así que rápido me vuelvo hacia nuestro curso, un grupo de dieciocho chicos a los que hoy llamaré compañeros por última vez en la vida.

—¡Bianca intenta escapar! —grito.

A la mayoría no los considero amigos; a los otros, ni siquiera les he hablado. Pero hoy es un día especial, donde no hay grupos ni amistades, solo una emoción colectiva de felicidad y camaradería. Por eso, los chicos que están más cerca ubican de inmediato a Bianca y corren a atraparla. Ella finge que se resiste, pero cuando la llevan al centro del jaleo para embadurnarla en harina y agua, Bianca sonríe con felicidad.

Me aseguro de grabarla, negándome a perder un minuto de aquella imagen tan singular y preciosa. Es suficiente para apartar las inquietudes respecto al futuro que amenazan con perturbarme.

Todo va a cambiar y lo diferente siempre es aterrador, me digo. Es algo que no puedo combatir.

Al menos Bianca está conmigo. O, a lo mejor, yo estoy con ella. De todos modos, es una constante con la que sé que puedo contar, y eso me tranquiliza.

No soy la protagonista #PGP2024Where stories live. Discover now