LA DECISIÓN

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Las instalaciones en donde me encuentro están inmaculadas y la chica que me recibe es atenta y amable, pero no soy tan idiota como para creer que es sincera. Intenta comprarme, al igual que las cuatro personas que cumplieron el mismo rol durante esos tres días en los que me dediqué a visitar universidades.

Mientras la mujer habla, considero las opciones. De las cinco universidades que visité, esta es una de las más caras, aunque también es la más pulcra y la que mejor plan académico ofrece. Por otro lado, me preocupa acabar pagando la apariencia y no la educación. Tengo solo este verano para pensarlo, así que debo analizar las ventajas y desventajas con detenimiento.

Cuando la mujer despeja mis dudas y ya no tengo nada más que preguntarle, me despido y enfilo hacia la salida. Al pasar junto al mueble que exhibe una copiosa cantidad de folletos, no puedo evitar detenerme. Me digo que no es asunto mío, que debo dejar que Bianca se haga responsable de su vida y que, si le importo tan poco, debo demostrarle el mismo desapego. A pesar de todo esto, el impulso es más fuerte que mi voluntad y tomo varios folletos antes de retirarme.

El trayecto de regreso a casa es otra cuestión a tener en cuenta. En total, serían dos horas de viaje, pero es una diferencia de minutos si lo comparo con las otras universidades. A no ser que me mude a la capital, será un suplicio que tendré que soportar durante los siguientes años.

Al pensar en eso, el móvil parece arder en mi bolsillo, cosquilleándome la piel como recordatorio de que tengo a Nico al alcance de un llamado o un simple texto.

Su oferta no ha dejado de darme vueltas por la cabeza.

Si analizo lo que realmente quiero para mi futuro, solo puedo pensar en conceptos ambiciosos e intangibles. En principio, deseo fuerza, una como la que poseen Bianca e Iván, una fuerza que me permita hacer frente a todo, y a todos. Y para obtenerla, necesito un medio razonable, un medio al que alguien como yo pueda acceder. Pero pensar en el precio a pagar por el mismo me disuade.

Saco el móvil para avisarle a mamá que estoy por regresar a casa. Una vez que el mensaje figura como recibido, regreso a la lista de mis contactos y observo los nombres en la lista. No tengo amigos reales, solo un puñado de gente de diversas partes del mundo que conocí en línea, pero que jamás voy a conocer cara a cara. Entre todos ellos, está el nombre de Bianca, con quien llevo cuatro días sin hablar.

Me distraigo pensando en qué reacción hipotética tendría si ella llegara a enviarme un mensaje en algún momento del día. ¿Volvería a enojarme? ¿La perdonaría? ¿Fingiría que todo está bien entre nosotras? Lo cierto es que dependería del contenido del texto, pero como no ha hecho un esfuerzo por contactarme, es el enojo lo que prevalece.

Subo al transporte público que me lleva en dirección a casa.

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