LA SEGUNDA IMPRESIÓN

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El delta es hermoso y pacífico; los terrenos colmados de vegetación ofrecen un sosiego intrínseco, resguardado de los suplicios del mundo, y las pintorescas casas que los ocupan varían en tamaño, con parques grandes o pequeños, algunos prolijos y otros abandonados a los caprichos de la naturaleza.

Sigo a Bianca por el sendero paralelo al río, admirando los numerosos muelles que lo ocupan a lo largo de su trayecto y, de vez en cuando, devuelvo el saludo a las personas que navegan en lancha o canoa. Cruzamos puentes improvisados que unen las tierras sobre pequeños cauces que se separan del río principal; cuando llegamos al tercero, tras un recorrido que calculo equivale a cuatro cuadras de distancia, pongo voz a mis dudas.

—¿A dónde vamos?

—Ya vas a ver.

—Oh, no, no. Nada de «ya vas a ver», no intentes hacerte la misteriosa conmigo.

Atisbo una sonrisa en su perfil, mas no responde.

—Bianca... —comienzo a decir con tono de reproche, pero me veo interrumpida cuando pasamos frente a una casa y dos niños corren hacia nosotras.

Empiezan a seguirnos. Trotan para mantener el ritmo y dan vueltas a nuestro alrededor, cantando: «la nueva, la nueva». Me crispan los nervios. Bianca dobla en el siguiente cauce y oigo que otras voces infantiles responden a la de los niños que nos acompañan, aunque no logro vislumbrar su procedencia. Entonces los dos niños se escabullen entre la vegetación y se pierden de vista.

—Siempre hacen eso cuando llega alguien nuevo —comenta Bianca.

Habla como si llevara años viviendo en este lugar, y tengo que apretar los labios para resistir las ganas de recordarle que estuvo aquí una sola vez. Además, es evidente que copia las palabras de otra persona, probablemente lo que le dijeron a ella cuando llegó.

Por fin se detiene frente a uno de los terrenos. En el centro hay una pequeña cabaña de madera y techo triangular; se encuentra elevada un metro sobre el nivel del suelo, de modo que cuatro escalones llevan al porche que cubre la entrada. La circundan sauces frondosos y altos de aspecto sano. Es la clase de casa que imagino cuando pienso en un fin de semana de descanso lejos de la ciudad. Bianca cruza el simple enrejado que delimita el terreno y avanza hacia la escalera con la confianza que exhibe alguien que se encuentra en su propio hogar.

Al parecer, iba muy en serio con todo ese rollo de la nueva «familia». No es que me sorprenda, he leído suficientes historias para saber que los licántropos y hombres lobo son criaturas extremadamente unidas, pero esta no deja de ser Bianca, la amiga de la infancia con la que crecí y a quien conozco mejor que nadie. Por lo tanto, sé que no forma vínculos con tanta facilidad.

Al menos, solía saberlo.

La sigo hasta la puerta y me sorprende que ingrese en la casa sin siquiera avisar, aunque puede que no necesite hacerlo. Quien esté adentro, si es que lo hay, debe haber captado nuestra presencia desde hace un buen rato, incluso antes de que nos aproximemos al terreno.

Cruzo el umbral con cierta precaución. Lo primero que capto es el aroma a comida, una mezcla de especias y verdura que me abren el apetito de inmediato. Lo siguiente que percibo es el fresco que hace dentro de la casa, un cambio agradable frente al calor intenso que el sol otorga a todo el que camina bajo sus rayos. Cruzo la puerta admirando los detalles de lo que me rodea: las marcas de garras en el marco de madera, las fotografías de incontables personas que decoran las paredes, el libro a medio leer sobre una mesita de luz, la biblioteca que ocupa la pared del fondo... bueno, todos los otros detalles pierden importancia cuando veo los numerosos libros que llenan los estantes de madera barnizada.

Siento el impulso de acercarme más para estudiar los títulos. ¿Qué clase de literatura consume un hombre lobo? ¿Qué libros guarda en su hogar?

El interior de la vivienda es pequeño, y noto que está ordenado con meticulosidad, lo que me genera un ápice de paz mental. Desde la salita que sirve de vestíbulo, en donde se encuentran el sillón, la mesa ratona y los adornos, se disgregan tres cuartos: un baño, una habitación y la cocina. En esta última, la única sin puerta, distingo a Iván en vaqueros y musculosa de pie frente a la hornalla, donde mueve una sartén mientras revuelve el contenido, que sisea bajo los efectos del metal hirviente.

Nos mira por encima del hombro y esos ojos oscuros tremendamente intensos se clavan directo en mí. Luego los pone en blanco en un gesto que claramente grita: «lo que faltaba». Deja la espátula y se limpia las manos con un trapo antes de voltear a recibirnos.

—Ey, ya llegué —anuncia Bianca como si no fuera evidente.

—Sí, y veo que ignoraste todo lo que te dije.

—¿Cuál es el problema? —pregunto, envalentonada por nuestros encuentros anteriores de los que salí sin sufrir daño alguno.

El chico me mira con la mandíbula tensa, claramente disgustado. Me cruzo de brazos, retándolo a que me eche, pese a que sigo temblando. Sin poder evitarlo, mi mirada desciende, pues la musculosa me permite apreciar la sombra de los músculos realzados por la capa de sudor que el calor de la cocina le dibujó en el cuerpo. Desearía poder tocarlo y sentir su firmeza, un pensamiento que intento detener antes de que acabe de formularse, pero que no logro combatir.

Algo debe delatar el rumbo que toma mi mente, porque sus ojos regresan a los míos y distingo el comienzo de un rubor en sus mejillas. La vergüenza hace que también me ruborice.

¡Qué humillante!

No soy la protagonista #PGP2024Where stories live. Discover now