Capítulo 35: El idiota que soy por ti

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DAMIÁN

Cayden y Jules habían regresado a casa. Violet hablaba por teléfono con su hermana y yo estaba sentado sobre la cama mirando la pulsera que Claire me había entregado.

Por algún motivo volver a verla y gritarle en la cara había cerrado esa parte de mí que siempre quiso expulsar lo injusta que había sido con Bianca. Sin embargo, luego de muchas sesiones de terapia entendí que la voz que habitaba dentro de mí y que quería gritar le pertenecía a ella, no a mí. Quería hacer justicia por ella, claro, pero no podía hacerlo ahora que no estaba porque no sabría realmente si hubiese perdonado a Claire o si hubiese continuado sin ver atrás.

Claire quería cremar su cuerpo y llevárselo a casa. Y no podía seguir negándome a esa posibilidad, no cuando jamás podría seguir visitando a Bianca en un cementerio. Y tener sus cenizas conmigo no sería ninguna opción sana. Necesitaba recordar a Bianca en Serendipia. Feliz. No hecha pedazos en un ánfora de cerámica.

Quizá ese era el karma de Claire... Ver todos los días una fría ánfora de cerámica en donde descansaban los restos destrozados de su hija. Y yo merecía recordarla feliz... en Serendipia.

Apreté la pulsera en mi puño y luego la colgué en la lámpara del velador.

—Te quedarás ahí. Cerca —sonreí.

Sentí un vacío en el estómago cuando recordé lo que me había preguntado Cayden y lo que pensaba de regreso a Paris: Regresar a casa. Volver al mismo sitio que me había visto crecer y quebrarme en mil pedazos. Volver al sitio en donde vivían mis amigos, mis padres... personas que me querían. Volver y dejar atrás Paris, donde solo había regresado porque quería vivir la ilusión de sentirme cerca nuevamente Bianca y de nuestro último viaje juntos.

¿Era hora de regresar?

Golpes en la puerta me despertaron, como siempre tuve que permitirle la entrada para que Violet abriera la puerta. Sus ojos hicieron contacto con los míos y se me hizo un nudo en el estómago.

—¿Pedimos pizza? —me preguntó.

Le guiñé un ojo y fue suficiente para que llamara a la pizzería de siempre.

Comimos viendo a los vendedores de mansiones, comentando sobre las casas y de los compradores multimillonarios. Me reí cuando opinó sobre un sitio como toda una profesional y nos reímos juntos cuando dijimos que algún día seríamos «amos y señores» de una mansión de esas dimensiones.

Cuando la pizza y el programa terminó nos quedamos en un silencio tensional mirando las propagandas pasar. La miré un momento, su mandíbula tensa, su mirada fija en la televisión y supe de inmediato que hablaría, pero no me miró a los ojos.

—¿Regresarás a casa?

Tragué duro.

—No lo sé.

Ella asintió levemente. Luego desvió su mirada hasta mí con una capa de lágrimas en ellos.

—No me mires así...

—¿Me das un abrazo?

Sonreí, hice las cosas a un lado y me acerqué a ella. Se acurrucó entre mis brazos y sentí mi corazón hacerse pequeño y débil.

La intimidad entre nosotros se hizo cada vez más palpable, sobre todo cuando alzó su mirada y chocó con la mía.

—Que bicho más bonito tengo en casa.

Su cara se iluminó con una sonrisa.

No habíamos estado así de cerca desde la noche a la que jamás nos referimos, pero fue imposible no mirar sus labios en esa sonrisa ni menos evitar dejar mis manos de su cuerpo en ese abrazo.

Cuando tus ojos me mirenWhere stories live. Discover now