13. 𝖴𝗇 𝖽𝖾𝖿𝖾𝖼𝗍𝗈 𝖾𝗇 𝖾𝗅 𝗉𝗅𝖺𝗇

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Finales de los ochenta, Erdély
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❝𝗖𝗮𝗺𝗽𝗮𝗻𝗮𝗱𝗲𝘀 𝗮 𝗺𝗼𝗿𝘁𝘀, 𝗳𝗮𝗻 𝘂𝗻 𝗰𝗿𝗶𝘁 𝗽𝗲𝗿 𝗹𝗮 𝗴𝘂𝗲𝗿𝗿𝗮❞.

❝𝘊𝘢𝘮𝘱𝘢𝘯𝘢𝘥𝘢𝘴 𝘢 𝘮𝘶𝘦𝘳𝘵𝘰𝘴, 𝘩𝘢𝘤𝘦𝘯 𝘶𝘯 𝘨𝘳𝘪𝘵𝘰 𝘱𝘢𝘳𝘢 𝘭𝘢 𝘨𝘶𝘦𝘳𝘳𝘢❞.

Lyall había llegado con un traslador junto a Benjamin Cumberbacht, alto cargo en el Departamento de Cooperación Mágica Internacional y viejo amigo de sus pasados días en el Ministerio de Magia

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Lyall había llegado con un traslador junto a Benjamin Cumberbacht, alto cargo en el Departamento de Cooperación Mágica Internacional y viejo amigo de sus pasados días en el Ministerio de Magia.

Cumberbacht, un mago de larga melena grisácea y barba afilada que vestía una túnica verde esmeralda con una gran «M» bordada en ella, había conseguido al fin que su homólogo en Erdély les dejara viajar y les recibiera. Lyall llevaba bien guardada la carta escrita por Albus Dumbledore en título de Jefe Supremo y Jefe de Magos del Wizengamot, en el que pedía la extradición inmediata de Zsa Zsa Dózsa y Enllunada Lupin.

Ambos magos eran conscientes que el hombre que les estaba esperando no tenía ningún poder real en todo aquello, pues era la SUREMAC quien gobernaba en toda la región, sin embargo habían ideado un plan con Joana.

Se encontraban en Gyulafehérvár, capital de Erdély habitada mayormente por magos y brujas, conocida por su ciudadela blanca con forma de estrella de ocho puntas. El traslador, que había resultado ser un peine dorado, les había transportado directamente a las afueras de Bălgrad, un edificio blanco sede de la SUREMAC en Erdély, en el que la gran imagen de Ceauşescu les vigilaba desde la fachada con aire dictatorial.

Aunque Lyall se sintió observado no solo por aquella gran muestra obscena de poder, no se amedrantó. Caminó a paso firme junto a Cumberbacht hacia el centro del jardín armoniosamente arreglado en el que pequeñas hadas danzaban tranquilamente, donde un hombre vestido de rojo sangre les esperaba.

—Espero hayan tenido un viaje bueno —dijo el mago con voz grave en un pésimo inglés.

Era extrañamente alto y delgado. Rapado bajo un sombrero rojo puntiagudo, con una barba larga y deshilachada negra como el carbón, juntaba los alargados dedos.

—Gracias —saludó Cumberbacht y enseñó la documentación que le acreditaba—. Señor Alin Mihai, me imagino.

—Sí, señor Cumberbacht y señor Lupin.

Cuando los ojos negros de Mihai se clavaron en los azules de Lyall, éste fue consciente de que aquello no era un saludo de puro formalismo. El hombre de rojo sabía perfectamente quiénes eran, pues la libre circulación de magos estaba prohibida en ese Erdély.

—Como le informamos desde el Ministerio de Magia Británico, venimos en busca de una ciudadana de nuestro país.

—La señorita Lupin —terminó Mihai sin apartar la mirada de Lyall y casi ni pestañear—. Leí cartas.

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