Prólogo

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Eduardo

Llovía, llovía descomunalmente. Todo un pueblo buscaba refugio dentro de sus casas; en una tormenta que era tan singular y extraordinaria. Nadie podía encontrarle ninguna explicación, una lluvia de estas magnitudes al principio del verano no era algo que fuese común en el pequeño pueblo de San Pablo Bernabé; y precisamente esa incógnita era la causante de la vigilia en la cual se encontraban las cerradas mentes de los pobladores.

Sin embargo, si se observa más allá del temor que subyugaba a este pequeño reino, que se encontraba escondido entre un inmenso bosque y un imponente mar; si uno se dejaba llevar más allá del gran campo de rosas que circundaba el Palacio Real; podría darse cuenta que a solo pocos metros del inicio del bosque, dentro de un pequeño prado; se encontraba una minúscula cabaña; una cabaña que había sido construida muchos años atrás en la infancia de los actuales príncipes del pueblo de Bernabé; y de la cual muy pocas personas tenían conocimiento; y como era evidente, el joven Eduardo, hijo primogénito del Rey, príncipe, y pronto heredero al trono; era una de ellas.

El príncipe Eduardo por correspondencia según su nacimiento, había sido escogido como el futuro Rey de San Pablo Bernabé, sobre su hermano menor Gonzálo; pero, para que este sueño que él mantenía se llegara a materializar, tenía que contraer nupcias con la refinada señorita Anabeth Lodeiro.

A vista de cualquiera ésta sería la perfecta historia de amor real, en donde todo sigue el curso que debe tomar; es más, exactamente esto era lo que creían los bernabenses sobre la monarquía que regía su hogar; y éste era el paisaje que les brindaba una confortable tranquilidad. Sin embargo, la realidad se desligaba mucho del cuento de hadas que el Rey había creado para sus súbditos; porque acercándose mucho más al velo de la verdad se podían palpar sentimientos y pasiones ocultas, que de alguna u otra manera afectarían la estabilidad del reino en un presente, o por qué no, en un futuro.

La realidad era que el príncipe Eduardo, no amaba a su prometida, Anabeth; algo que era compresible si se toma en cuenta que su unión había sido arreglada desde que tenía doce años; ya que era de suma importancia que se resguardara una buena muchacha para el hijo primogénito del Rey, para el futuro heredero del trono y parte de la fortuna; pero lo que más motivaba al príncipe a no poder abrirle el corazón a su futura esposa era el hecho de que ya éste estaba ocupado; él estaba enamorado de otra mujer, una mujer que le era prohibida.

Betania, era la única hija de una de las cocineras del Palacio y de uno de los jardineros reales; ella había logrado conseguir buenos ojos para con el príncipe, y si bien estaba consciente de que era indebido alimentar esos sentimientos entre ellos, lo hizo, con el único argumento de haberlo amado desde niña. Vistas a escondidas, miradas secretas, cartas contenidas; le hicieron vivir a ambos un romance sin muchas esperanzas, y con la única garantía de ser descubiertos por algún empleado, el hermano del príncipe, su prometida, o peor aún, su papá, el Rey.

Y fue precisamente hoy, bajo la fuerte tormenta que mantenía bajo zozobra a todo el pueblo, en donde ellos habían encontrado el momento perfecto para escapar de todo, para dejar fluir sus reprimidos sentimientos, para por fin después de tanto tiempo entregarse en cuerpo y alma, por primera vez, en la más grande prueba de amor; un voraz deseo que ambos llevaban a flor de piel; siendo aquella vieja y abandonada cabaña el escenario perfecto para consumar todo lo que sentían.

Ahora ellos, cubiertos solo por una fina y delicada sábana blanca que se ligaba con su piel, sumergidos en una penumbra que se cortaba con una pálida luz se miraban el uno al otro, platicando extasiados sobre qué pasaría después de ello, ¿qué vendría ahora que habían cedido a su más profundo deseo? Después de que todo pasó, no era algo fácil afrontar las consecuencias de un hecho que razonablemente, debieron evitar.

Entre Rosas y EspinasWhere stories live. Discover now