Cap. XXXIV - Amenaza de Muerte

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Eduardo

―Rey, ¿está escuchando lo que está diciendo? ―inquiría en tono alarmado Francisco―. Lo que está a punto de hacer es la peor decisión que le he escuchado tomar desde que todo esto ha comenzado.

―¡Es mi hija! ―exclamó con desespero Eduardo―. ¿Acaso no has comprendido lo que dice esa carta? En este momento Antonio tiene en su poder a Elizabeth, y está dispuesto a matarla si no me reúno con él en tres días.

―Entiendo perfectamente la situación, conozco perfectamente de lo que es capaz Antonio. Pero en este momento esa carta puede ser una trampa ―Francisco trataba de hacer entrar en razón a un Rey que había perdido todos los estribos―. El lugar en donde lo está citando Antonio es el más peligroso en este momento, han pasado días en los cuales no hemos tenido ninguna información sobre Costa Félix, ¿qué podría de haber perdido ese franco?

―No me importa, Francisco. No puedo pensar en otra cosa mientras Elizabeth se encuentra en manos de Antonio, ella es todo lo que me queda...

―No, Rey Eduardo, a usted le queda mucho más que su hija. Usted tiene un feudo tras su espalda que cuenta con su compostura, con su firmeza, si usted llegase a morir en ese viaje que piensa hacer lo vamos a perder todo, absolutamente todo.

―¿Te estás escuchando? Y entonces cuál es tu consejo, ¿que deje morir a Elizabeth a manos de un psicópata? ¿Un psicópata que casualmente es mi hijo?

―Está malinterpretando mis palabras, sólo le estoy diciendo que en este momento todos hemos sacrificado demasiado para salvar Bernabé, su decisión podría acabarlo todo...

―Pues yo no estoy dispuesto a sacrificar nada más por este reino, ya lo he perdido todo ―concluyó Eduardo sonando aislado, perdido―. Prepara todo para que salgamos lo antes posible, vamos a necesitar una gran cantidad de refuerzos.

―Pero Rey Eduardo... ¿No ha escuchado...?

―¡Es una orden, Caballero Real Grajales! ―gritó―. Su deber es cumplirla de inmediato.

―Como ordene, su Majestad.

Y haciendo una pequeña oda se alejó del despacho dejando a Eduardo completamente sumido en la desesperación. No podía perderla, no podía perder a su pequeña hija, ya era demasiado el dolor y la culpa que llevaba consigo como para que también esto sucediera. Si era necesario perderlo todo, sacrificarse él mismo por salvar a la Princesa, lo iba a hacer.

Por otra parte estaba Antonio, su traición, Nínive, la mismísima Anabeth, ahora su hermana, ¿qué era lo que estaba pasando por la mente de su hijo? ¿Por qué se había ensañado con destruir todo, absolutamente todo lo que sería para él? ¿Cómo podía pensar en la guerra cuando todo esto lo asfixiaba desde dentro?

No sabía cuánto más iba a poder soportar.


Las horas pasaban inclementes mientras la consciencia del Rey no lo dejaba descansar ni un solo segundo.

Habían tomado la ruta que se les hacía más conveniente y rápida para llegar a la Bahía de Gargantúa, uno de los espacios más solitarios y amplios del pueblo de Apostaderos. A medida que iban avanzando sin descansar, por el camino más guardias del Áscar se les iban uniendo. Esto sería hasta cierto punto, Antonio había sido muy claro que al momento de la entrega solo podía estar presente el Rey.

Francisco Grajales se encontraba en compañía de Eduardo a lo largo del viaje, ambos habían estado al tanto de cada uno de los acontecimientos que la guerra estaba trayendo consigo, ya había pasado una semana desde que la misma había oficialmente comenzado y el plan que la Unión Central había ideado había funcionado lo mejor posible, los ejércitos vecinos habían aportado un gran número de hombres y aunque los decesos en medio de las aguas del Mar de Melo eran incontables, todo parecía estar yendo según lo planeado.

Entre Rosas y EspinasWhere stories live. Discover now