Epílogo

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Eduardo

21 años después...

El campo de rosas refulgía con espléndido brillo mientras la brisa pasaba graciosa por medio de él, desde lo alto de uno de los balcones laterales del Palacio de los Bernabé, podía apreciarse la antigua estatua de dos cisnes entrelazados.

El Rey Eduardo miraba complacido hacia todas las direcciones, la mañana había despertado perfecta, quizás una de las mejores que se habían visto en años en todo el feudo. El fresco aroma de la primavera lo embriagaba, haciéndolo perderse en montones de recuerdos que su mente se negaba a olvidar.

Había llegado el día, el día que más había esperado desde hacía ya tanto tiempo que no podía recordarlo. Estaba justo aquí, había llegado el día en el cual la corona que había pesado por tantos años sobre su cabeza, la cual le había traído tantas desdichas y quizás, con sutil ironía, tantas felicidades, pasaría a tener otro dueño.

¿Se sentía nostálgico? Triste, ¿quizás? ¿Debía de pensar en ello?

En ese instante se río de sí mismo, y en cómo los años no habían pasado en vano. Ya estaba viejo, y se decía que todo lo que estaba sintiendo era producto de la edad. Respiró una profunda bocanada de aire, mientras cerraba sus ojos y se dejaba quemar por el calor del sol.

José Ignacio Bernabé.

Ese era el nombre de su sucesor, ese nombre que parecía de cierto modo tan extraño pero a la vez armónico en sus pensamientos, en su consciencia. Nunca llegó a imaginarse que el día en el cual tuviese que separarse de todo sería así, sería en manos de su nieto. Habían pasado más de veinte años desde que lo vio a los ojos por primera vez, y desde ese instante supo con certeza que se convertiría en aquella esperanza que creía perdida.

Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, mientras las imágenes de aquél doloroso pasado surgían como fantasmas en busca de redención. Pero no, hoy no era un día para reavivar el duelo, para reavivar las tristezas, todo lo contrario, era un día para celebrar las victorias, para celebrar la vida, el comienzo de algo nuevo.

En pocos minutos su nieto, José Ignacio, contraería nupcias con la preciosa Cristina Alzola, nieta de uno de sus más fieles Condes. La idea le hizo esbozar una pequeña sonrisa, nunca creyó que sus familias se unieran, o al menos, no de esta manera. Al tener la mayoría de edad estipulada y haberse casado, como es costumbre en el feudo, José Ignacio pasaría a convertirse en el Rey de San Pablo Bernabé.

Un nuevo recuerdo le atravesó la mente, y era uno que esta vez no podía ignorar. Su nieto era la viva imagen de su padre y un recuerdo permanente de su hermano. Aunque sólo físicamente. Cabellos rizados, castaño claro, acompañados por ojos color café con toques atigrados, aunque había algo que los separaba, su mirada, su sonrisa. Cuando miraba a los ojos de José Ignacio sólo podía ver tranquilidad, paz, humildad.

¿Cómo podían ser tan iguales y a la vez tan diferentes?

―Eduardo ―inició con curiosidad la voz del Conde Grajales―. No esperaba encontrarte en este lugar.

La vida daba muchas vueltas, y una de las vueltas más bruscas las había vivido Francisco Grajales, el que ahora era uno de sus Condes, y se había convertido en esposo de Diana y padre de José Ignacio.

Se había convertido en ese hijo que Eduardo había perdido.

―Hace una hermosa mañana, ¿no lo crees? ―respondió el Rey sin volver su mirada, perdido entre los jardines.

―¿Estamos nostálgicos por entregar la corona? ―se burló con cautela―. Creí que habías dicho que ya te pesaba demasiado.

Eduardo rió.

Entre Rosas y EspinasWhere stories live. Discover now