Cap. XXVII - El Auténtico Rostro de Él

753 64 30
                                    

Antonio

«Maldición»; fue la única palabra que llegó a su mente en ese momento.

Éste era el instante, era el punto sin retorno al cual nunca tuvo que haber llegado. Él lo veía en los ojos de su padre, el Rey, ya sabía absolutamente toda la verdad. ¿Cómo era posible que Nínive hubiera llegado hasta este lugar? ¿Qué demonios había pasado con Arturo y Simón? Y mientras todas esas preguntas taladraban su mente, los ojos de su padre seguían dejando de reconocerlo como nunca lo habían hecho.

La figura del intachable Príncipe se había ido para siempre.

Divisó rápidamente todo el Salón Principal y se percató que nadie había notado su presencia excepto el Rey, el cual parecía todavía encontrarse absorto en todo lo que estaba pasando. Debía de aprovechar estos últimos minutos que le quedaban en el Palacio, no iba a hacer ningún ademán de inocencia, él sabía que ya ese juego no le funcionaría por más tiempo, debía escapar lo antes que posible. Sin llamar la atención de aquellos que seguían absortos en el entrapado sin vida que ahora era Nínive salió con sigilo sin realizar el mínimo ruido, tal cual como había entrado.

En el jardín principal no se encontraban más que dos guardias, conmocionados, la noticia los tenía a todos en vela. Sin pensarlos do veces tomó rápido camino por un sendero que estaba entre la fachada y el jardín lateral izquierdo, el cual dirigía a las caballerizas. Era un sendero amplío y poco transitado, más en este momento del día. Aceleró el paso tanto como pudo hacerlo.

¿Qué haría desde este momento? ¿Qué pasaría con todos sus planes? Lo poco que podía rescatar se había prácticamente esfumado con la aparición de Nínive ante los ojos de todos, no sabía qué había dicho en su lecho de muerte, pero por la forma en cómo su padre lo miró no podía ser otra cosa que declarar en su contra, hundirlo hasta el punto en el cual ya no tuviese forma de escapar. Debía de haberle hecho caso a Penélope cuando ella se lo exigió, matarla tenía que haber sido su primera opción. Y luego Arturo y Simón, ellos pagarían este error que habían cometido; era ahora cuando se preguntaba cómo había sido tan imbécil de confiarles algo que podía acabar con todo en solo segundos, ¿dónde había quedado esa persona que era? Todo se había derrumbado.

De un momento a otro el sonido de pasos le detuvo el corazón. Sí, eso era precisamente lo que estaba escuchando, pasos; los cuales se acercaban cada vez más hasta el lugar en donde él se encontraba. ¿Ya habrían comenzado a buscarlo? ¿Tan poco les había durado el duelo? ¿Este sería realmente su fin?

―¿Pensabas huir sin darme antes la cara, cobarde? ―le reprochó con ira e indignación una voz que era inconfundible.

Bastó solo con volver su mirada unos minutos para divisarla, era ella, era Penélope.

―¿Cómo demonios supiste que estoy aquí? ¿Acaso no ves que no tengo tiempo de nada? ¡En cualquier momento van a venir por mí! ―el Príncipe acortó la distancia que entre los dos existía.

―¡Te lo dije, Antonio! ―el descontrol rozaba su voz―. Te dije que la única opción que había para esa mujer después que había descubierto todo era la muerte, pero tú en tu infinita insensatez preferiste que todo esto acabara así.

―¿Lo ha dicho todo? ¿Ya han comenzado a buscarme?

―No tengo ni la más mínima idea, sólo tuve el chance para ver cómo Nínive le decía en sus últimos momentos a tu padre muy probablemente toda la verdad, y cómo tú te ibas sin siquiera sopesar un momento todo el tratado que ambos tenemos ―hizo una pausa, dándose una vuelta para destilar toda la impotencia que sentía―. Sabía desde el primer momento que el Gobierno del Norte te asignó a mí que nada bueno de esto saldría, si no fuese porque eras el heredero de Bernabé nunca hubiese tenido intenciones de estar en ningún tratado contigo.

Entre Rosas y EspinasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora