CAPÍTULO 7

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El dolor agudo recorrió la columna de aquel derrotado y herido joven moreno luego de ser lanzado bruscamente al piso de la alcoba en donde había estado recluido. El trato que el par de centinelas cambia formas le habían dado a él y a su mejor amigo había sido tal, que en esos momentos, sentía hasta que las cutículas le dolían.

Seung Won suspiró profundamente mientras observaba cómo el joven respiraba de forma irregular y leves espasmos se apoderaban del robusto cuerpo. Suspirando con resignación, apartó la mirada del casi inconsciente muchacho y se propuso abandonar la alcoba, a fin de cuentas, lo que Seung Hyun hiciese con ellos, no era asunto suyo.

Young Bae gimió dolorido mientras permitía que la sangre que había acumulado en su boca se derramase por entre las comisuras de sus labios. Entreabriendo los ojos, se encontró solo en la habitación. Girándose lentamente, chilló de dolor mientras intentaba apoyar sus palmas contra el piso, solo para sentir como si los huesos de sus muñecas se hiciesen añicos. Cayendo como peso muerto, golpeó su propio y ya bastante hinchado rostro, contra el piso mientras sentía cómo cada músculo en su cuerpo punzaba.

Lamiendo sus labios, intentó de nueva cuenta incorporarse, reacio a permitir que aquel maldito bastardo le mirase en ese estado. Tambaleándose, consiguió recargarse contra uno de los cuatro postes de la cama, mientras se permitía sentir un poco el dolor. Una cristalina y solitaria lágrima corrió a lo largo de su bronceada mejilla, barriendo la suciedad causada por su sangre y sudor.

El cansancio, físico y mental, habían alcanzado su límite, y en esos momentos lo único que deseaba era tirarse sobre la cama y dormir mil años. No había querido disfrutar de los evidentes lujos que la habitación le tendía, hasta ese momento. Importándole ya bastante poco lo que pudiese ocurrir, se tendió sobre los cómodos edredones y cerró los ojos.

—Así que al fin lograron doblegar tu espíritu.— aseguró con tono burlesco una bien conocida voz para el moreno. Suspirando con cansancio, se obligó a ignorarle.

Dejando que el silencio inundara la alcoba, el joven moreno intentó alcanzar el sueño, sin embargo, para su desgracia, el ojeroso tenía otras intenciones. Caminando con porte altivo, el ojeroso llegó hasta el inmenso lecho mientras acariciaba con las yemas de sus dedos los suaves edredones a la vez que sus ojos recorrían el mallugado cuerpo del joven vástago.

Por más que lo aborreciera, no podía negar que el bastardo era un ser exquisito. Pocas veces en su larga vida había tenido el placer de conocer a especímenes que poseyeran tal belleza.

Y él no era ciego.

El hijo de perra le atraía.

Cada vez que lo veía, cada vez que escuchaba su voz, cada vez que sentía esa suave piel contra la suya, así fuese el más mínimo toque, algo en él se encendía.

Young Bae frunció el ceño mientras se percataba de la insistente mirada del mayor, quien parecía estar perdido en sus propios pensamientos. Sin pronunciar palabra alguna, lo vio tomando asiento a un costado suyo mientras una de sus manos se atrevía a recorrer su desnudo pecho, y a acariciar las heridas que las garras del cambia formas habían hecho.

Por alguna razón, no intentó apartarse, al contrario, apreció el suave tacto. Olvidándose de la situación misma, aceptó para sí mismo la singular belleza del contrario. Quizás no fuese delicado como lo era su mejor amigo, ni poseyese esa andrógina belleza, pero había en él que era único. Si cerraba los ojos, sus sentidos podían percibir la singularidad. La suave respiración, el calor emanante de esa apiñonada piel, y el embriagante aroma a sándalo.

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