CAPÍTULO 19

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Aquellas blancas cortinas de seda se movían al compás del suave viento nocturno, provocando un gentil murmullo que no venía de ninguna parte. Las sombras envolvían aquella alcoba casi por completo, y digo casi porque dentro de ella había una pequeña lámpara que iluminaba parcialmente.

Una etérea criatura de piel tan blanca como la nieve se encontraba recostada sobre una amplía cama de sábanas de satín borgoña, con hebras color de plata por cabello esparcidas a su alrededor sobre la almohada. De su pequeña frente descendían finas y cristalinas gotas de sudor mientras sus largos y delgados brazos se movían con algo de torpeza. Su abultado y cubierto vientre parecía tener vida propia, era como si de alguna forma aquella diminuta criatura intentase escapar de lo que fuese que estuviese sucediéndole a su progenitor.

Suaves quejidos se desprendían de sus labios mientras su ceño se fruncía entre sueños. Sus largos dedos se ceñían alrededor de las satinadas sábanas, apuñándolas con tanta fuerza que incluso sus nudillos perdían todo rastro de color.

No.— sollozó por fin, sentándose sobre el suave colchón, llevando inmediatamente una de sus manos hacia su vientre. Negó repetidamente mientras movía su mano contra su hinchada barrida, sintiendo cómo su bebé se removía en el interior con más tranquilidad— No.— murmuró de nueva cuenta sintiendo las lágrimas comenzando a derramarse.

Sus sollozos hacían un sutil eco dentro de la habitación. Se recostó sobre la cama, acurrucándose en contra de las suaves almohadas, acariciando con cariño su abultada barriga.

¿Por qué? No lo entendía. Él únicamente quería ser feliz al lado del peli—plateado y su bebé. Era todo lo que pedía. Ser feliz y estar en paz.

Consiguiendo que sus sollozos disminuyeran, se levantó de la cama con dificultad, consiguiendo unos cómodos zapatos y una prenda que le abrigara del frío que hacía en el exterior, decidió aventurarse fuera de aquella habitación.

Caminando con cautela y con un tanto de lentitud, el pequeño vástago de cabellos color plata observó con detenimiento cada rincón de los pasillos que estaba arriesgándose a conocer. Grandes pinturas adornaban las paredes, unas eran de un exquisito arte y otras más eran simplemente retratos de lo que supuso serían miembros de la familia. En cierto punto, se detuvo frente a uno de los retratos más grandes; en él se encontraban ambos hermanos Choi, sólo que más jóvenes, el que supuso sería un muy pequeño Seung, siendo cargado por un apuesto hombre que guardaba parecido con ambos de sus hijos y una hermosa mujer de cabellera marrón con unos ojos tan negros como la misma noche. Esa era la familia directa de su predestinado, y por culpa de sus padres, la felicidad que se denotaba en aquel retrato había sido destruida.

Aún no era capaz de entender cuál había sido la razón que su padre había tenido para hacer semejante atrocidad. A su madre, Soo Joo, podía entenderla hasta cierto punto, se había enamorado del hombre equivocado, pero su padre era otra historia.

Inconscientemente, llevó una de sus manos hasta su vientre, acariciando con ternura mientras se preguntaba qué era lo que le depararía en el futuro a su bebé. ¿Sería feliz? Sí, él se encargaría de que lo fuese.

—Ellos eran el ejemplo de familia perfecta.— un suave barítono consiguió llamar su atención. Girándose lentamente, se encontró con la estoica mirada del viejo Hyun Suk. Aquel hombre no debía pronunciar palabra para que él se diese cuenta de que lo detestaba— Eran tan felices, que a cualquiera que le preguntes, te lo va a poder comprobar. Los mayores tenían entre cincuenta y setenta años, y el pequeño Seung Hyun apenas tenía poco más de cinco. Soo Hyuk y Eun Ji amaban intensamente a sus hijos, tanto que dieron sus vidas por ellos, pero su tesoro más preciado era el pequeño Hyun. Y todo acabo porque tu madre se enamoró como una estúpida de un completo imbécil. Soo Joo quedó ciega ante Young Hwan, tanto que permitió que destruyera al clan que la vio nacer. Y su traición tuvo un fruto, un mestizo.— escupió con rabia y desdén.

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