Capítulo 4

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Capítulo 4

Los obreros del tercer turno ya salían de sus habitáculos en dirección a las minas cuando el tren en el cual viajaba Aidur Van Kessel alcanzó la estación de Nifelheim.

Habían sido doce largas horas de viaje las que había tenido que hacer para llegar a la ciudad más alejada del núcleo del planeta, pero había valido la pena. Durante todo aquel tiempo, con la mirada fija en su propio reflejo de la ventana, Aidur había rememorado una y otra vez los magníficos años que había pasado en aquella ciudad.

Todo había empezado cuando, dieciocho años atrás, su madre Rowena Van Kessel había sido asesinada ante sus propios ojos. En aquel entonces, siendo tan solo un niño de doce años, Aidur no había tenido la capacidad de reacción necesaria como para enfrentarse a los atracadores que acababan de llevarse la vida de su madre a punta de navaja. Sencillamente, tal y como en muchas otras ocasiones había sucedido, el niño había contemplado con los ojos encharcados en lágrimas como el filo del arma de uno de ellos se hundía en el pecho de su madre para robarle los míseros doce oros que llevaba en la cartera y la cadena de plata que siempre había llevado colgada al cuello. Aidur la había visto caer, gemir de dolor en el suelo mientras sus ropas se teñían de carmín y, finalmente, morir.

Y tan solo entonces, con el cuerpo ya inerte en el suelo, tumbado sobre su propio charco de sangre, había logrado arrodillarse a su lado y tomarle la mano.

Nada más.

A partir de entonces, ya a cargo de los servicios sociales, Aidur había sido enviado desde Bemini a la lejana ciudad de Nifelheim, lugar en el que, siguiendo los trámites burocráticos establecidos, había entrado en un orfanato.

El mismo orfanato que, tras abandonar la estación, encontró al otro lado de la avenida tal y como recordaba: en perfecto estado y lleno de vida gracias, en parte, a las importantes cantidades de dinero que mensualmente le destinaba.

Aidur no había pasado demasiados años allí, pues cuatro años después, con dieciséis, había logrado entrar en Tempestad de la mano de Jared Schreiber, pero recordaba aquel periodo con especial cariño. Recordaba las discusiones con las cuidadoras cada vez que, tras escaparse, Kaiden Tremaine le traía de regreso asegurándole que era lo mejor para todos; las horas en el tejado, intentando dilucidar como sería un cielo estrellado; las charlas a media noche hasta el amanecer; las excursiones a la reserva...

Desde entonces habían transcurrido muchísimos años, pero los recuerdos nunca habían dejado de acompañarle. Para muchos, la infancia era una etapa a olvidar debido a las pésimas condiciones de vida planetarias. El hambre y la enfermedad se habían llevado por delante a demasiados destruyendo así la vida de muchos niños. Para él, sin embargo, incluso a pesar de las pérdidas que, como cualquier otro, había sufrido, aquellos años habían sido muy especiales.

Los años más felices de su vida.

Thom nunca le creía cuando hablaban de ello. Desde su óptica, la vida que por aquel entonces llevaban gracias a las facilidades que el pertenecer a Tempestad les ofrecía no era comparable a aquellos desastrosos años en los que tantas penurias y hambre habían pasado. El poder dormir bajo techo en camas cómodas y limpias o el comer caliente a diario había cambiado su concepto de vida. Para Aidur, sin embargo, aquello no eran más que simples detalles. Ciertamente eran muy afortunados al poder gozar de tantísimas comodidades. Pocos hombres disponían de aquella posibilidad en el planeta. No obstante, incluso así, Aidur seguía prefiriendo aquellas largas jornadas en compañía de sus dos mejores amigos en las que la diversión se basaba en soñar con el futuro.

Y precisamente por ello, porque había sido demasiado feliz, evitaba tanto la ciudad. Aquel lugar despertaba en él demasiados buenos recuerdos.

Tras un largo paseo por las afueras de Nifelheim, Aidur contrató a un tirador para que le llevara hasta el lejano barrio de las Aguas. Subió a la parte trasera del vehículo, un sencillo trineo de madera cuyas ruedas estaban ya demasiado usadas como para no traquetear, y una vez acomodado en el frío y duro asiento, pidió al tirador iniciar el viaje. Inmediatamente después, al frente del trineo, ocho canes tan delgados y enfermos que difícilmente lograban mantenerse con vida empezaron a correr por el suelo de piedra.

ParenteWhere stories live. Discover now