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Vega se detuvo a observar el cielo, cubierto de oscuras nubes de tormenta. Andria lo imitó.

—Tenemos que darnos prisa —dijo él, volviendo a andar—. La lluvia no debe hallarnos al descubierto.

Andria lo siguió en silencio. Durante las dos últimas semanas habían avanzado a un ritmo agotador. Tras descender del Kahara por su ladera septentrional, habían descansado cinco días en las Grutas. Entonces se habían despedido de Lune, Vania y sus Maestros para atravesar el valle hacia el noroeste. Luego de sobrepasar los cerros menores que rodeaban al Invisible, habían vuelto a desviarse hacia el oeste, y en pocas jornadas habían alcanzado el extremo noreste del gran bosque del Valle. Desde allí, Vega la había guiado nuevamente hacia el norte, en dirección a las montañas bajas que separaban el Invisible y La Escala. El día anterior habían hecho cumbre en el Tormentoso, y ahora descendían hacia el diminuto valle que mediaba entre éste y su vecino, el Encantado.

La luz vespertina menguaba con rapidez a causa de las nubes, y todo en derredor parecía adquirir el mismo tinte sombrío del cielo. El viento había cesado por completo y el aire estaba enrarecido. Una roca que Vega pisó se desprendió y rodó a los tumbos cuesta abajo. Andria se apresuró junto a su Maestro, que saltara a un costado para no caer. Al llegar a su lado se detuvo bruscamente: la ladera ante ellos era una abrupta pendiente escalonada, como si se tratara de terrazas cubiertas de roca suelta y arenisca, que ocultaban lo que había más allá. Se volvió hacia Vega y halló su ceño fruncido.

—El deshielo dejó esto peor de lo que esperaba —gruñó, y alzó la vista hacia ella—. ¿Te atreves a intentarlo?

Andria se encogió de hombros. —Ya no tenemos tiempo de buscar otro camino.

—No sin que nos alcance la tormenta.

—Hagámoslo, entonces.

Vega asintió y comenzó a avanzar, probando el terreno con sus bastones. Andria iba tras él, procurando pisar donde él había pisado. A mitad de camino de la primera terraza, una ráfaga proveniente de la cumbre a sus espaldas los golpeó. Vega giró y le tendió una mano a Andria para ayudarla a mantener el equilibrio.

—La presión bajó antes de tiempo. Lloverá de un momento a otro.

—Continuemos —replicó ella.

Al borde de la terraza, hallaron varias rocas de gran tamaño que formaban una escalera natural hasta la siguiente. El viento soplaba con fuerza, haciéndolos tambalearse en ocasiones, mas continuaron adelante a buen ritmo, resbalando a veces, deslizándose acuclillados por la arenisca, utilizando las manos todo el tiempo para sostenerse de los peñascos que jalonaban la ladera. Salvaron la segunda terraza y mitad de la tercera sin demasiados inconvenientes.

Ya tenían a la vista la cuarta y última terraza, donde las rocas eran más grandes y les facilitarían la marcha. Y alcanzaban a divisar la vegetación achaparrada que precedía al bosque.

Un rumor a sus espaldas hizo que Vega se detuviera y mirara hacia arriba. Andria, concentrada en un paso complicado, no lo había distinguido del bramido del viento. Oyó el grito de su Maestro y al volverse vio las rocas que rodaban ladera abajo, precipitándose de una terraza a otra en dirección a ellos.

—¡Salta!

Intentó alcanzar la mano tendida de Vega, pero el pedregullo cedió bajo sus pies. Un golpe en su costado la empujó con fuerza. Los dedos de Vega se cerraron en el aire mientras Andria caía. Rodó ladera abajo hasta chocar de lado contra un peñasco. El dolor nubló su consciencia por un momento.

Vega se deslizó tras ella hasta el peñasco. Varias rocas de gran tamaño se acercaban a los tumbos y Andria parecía desmayada. Corrió hasta ella, la sostuvo en sus brazos y se corrió a toda prisa. Ella atinó a sujetarse de él y trató de caminar a pesar del dolor.

Las Hijas de SyndrahOnde histórias criam vida. Descubra agora