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Miró en derredor con melancolía, contemplando por última vez lo que fuera su casa durante la Tercera Etapa. Un rápido golpeteo en la puerta la arrancó de sus cavilaciones y Elde se asomó antes de que tuviera tiempo de abrir.

—Lena nos espera, ¿te falta mucho?

Andria meneó la cabeza colgándose la mochila, donde guardara sus escasas pertenencias. Allí llevaba también la túnica blanca de ruedos dorados y la tiara de oro que recibiera la noche anterior en el Anfiteatro. Afuera halló a Lune y a Narha, que la recibieron con amplias sonrisas. Notó que ellas también vestían sus ropas de montaña, como si les costara hacerlas a un lado de un día para el otro.

Ver a Lune con esa ropa le trajo recuerdos del Etana y la travesía del Kahara. En la frente de su hermana se veía la pálida cicatriz del accidente en el glaciar. ¿La habrá guiado Yed al Santuario?, se preguntó, y adivinó que jamás lo sabría. Más que una experiencia demasiado íntima para compartirla, se trata de una experiencia que no nos pertenece. La noche anterior, una vez finalizada la ceremonia en el Anfiteatro, Lune había sido llamada a la Casa de la Colina. No había dicho palabra sobre el motivo de la insólita convocatoria de la Regente. Y Narha y Vania, que sabían o sospechaban de qué se trataba, se negaron a responder las insistentes preguntas de Elde.

—Debemos ir por Yasna —dijo Narha cuando echaron a andar las cuatro juntas—. Las demás nos alcanzarán allí.

Andria asintió con gesto ausente.

—¿Te sientes bien, Dirmale? —preguntó Elde.

Ella volvió a asentir e intentó sonreír. ¿Era posible que ésa fuera su última mañana en la Escuela con sus hermanas?

—Debemos estar en la Colina al mediodía —dijo Narha—. Nos esperan hoy en Griffarat.

Elde palmeó la espalda de Lune, riendo. —¡Alégrate, Dorada! ¡Esta misma noche podrás discutir de nuevo con la Ardilla!

Lune rió con ella y Andria advirtió algo distinto en sus singulares ojos dorados. Una calma que nunca antes había visto en ella.

—¡Tienes mi palabra que no le daré cuartel! ¡Por los viejos tiempos!

Lena las recibió en la puerta de su casita blanca y las guió a un arroyuelo que corría detrás de las viviendas del personal auxiliar. Allí les señaló una larga franja de tierra recién removida.

—He plantado las semillas de diez árboles —les dijo con su seriedad habitual—. Uno por cada una de ustedes. La hermana Xien me aconsejó desde Arka Risena. —Fingió no advertir la sorpresa de las muchachas y las miró a los ojos—. Ellos me dirán lo que deba saber de ustedes.

Lena dio un paso hacia ellas, uniendo las manos en las mangas de su túnica. Ellas la enfrentaron con ojos brillantes. Y entonces los labios de Lena se agitaron, y por primera vez desde que la conocieran casi una década atrás, la vieron sonreír.

—Me alegra y me enorgullece llamarlas hermanas.

Una auxiliar surgió entre los árboles y se detuvo a una distancia respetuosa del grupo. ¿Cómo despedirnos de ella?, se preguntó Andria con un nudo en la garganta.

—Hermana Lena, el transporte ya ha aterrizado en la Colina.

Lena asintió sin apartar la vista de las muchachas.

—Adiós por ahora, hermanas. Que Syndrah nunca deje de guiarlas.

Las muchachas la miraban con ojos llenos de lágrimas, incapaces de decir palabra. Hasta que Yasna retrocedió un paso. Les costó un gran esfuerzo darle la espalda a Lena y adentrarse en el bosque en busca del sendero que conducía a la Colina.

Las Hijas de SyndrahWhere stories live. Discover now