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Los dedos de Andria palparon cada detalle de la roca y se crisparon en torno a una delgada arista. Sus ojos acompañaban la exploración mientras su otra mano buscaba un nuevo asidero. Respiró hondo, sus músculos tensos. ¡Ahora! El impulso recorrió su cuerpo al tiempo que vaciaba sus pulmones. Primero un pie, luego el otro, y al fin sorteó aquel odioso reborde. Se aplastó contra la pared y se permitió recuperar el aliento, mirando hacia abajo.

A unos cien metros de donde se hallaba, el bosque descubría al sol las ramas cargadas de frutos ya maduros y un arroyo gorgoteaba entre las rocas rumbo al Valle. La sombra de un águila se separó del verde y el pardo del bosque, ascendiendo en el viento con amplios círculos. Su chillido resonó en el aire quieto de la tarde muy cerca de Andria, que siguió trepando con todos sus sentidos puestos en encontrar la mejor ruta.

Sentía que la verdadera prueba había comenzado. El día anterior habían superado las estribaciones inferiores de La Escala, siempre hacia el noroeste, y ahora se encontraban ante la primera dificultad en el camino hacia El Rilsa: una pared vertical de ciento cincuenta metros de altura, rematada en un filo tan difícil que parecía una miniatura del Oressa.

Diez metros por encima de su cabeza, una silueta clara y ágil en la roca desnuda, Vega se detuvo para cerciorarse de que ella aún lo seguía. A medida que escalaba, los movimientos de Andria se hacían más rítmicos y seguros, y superaba los obstáculos con resolución creciente. Observándola, Vega reconoció que costaba creer que se hubiera criado junto al Mar de Rassán en Mira Prime, y que nunca había visto una montaña hasta que llegara a la Escuela a los doce años. Vega miró hacia arriba, el torturado filo que era su objetivo, y sus ojos volvieron a buscar a Andria con mirada crítica. Sin necesidad de haberla visto, sabía que se había detenido al tope del reborde. Todo el que era capaz de llegar hasta allí lo hacía. Era el punto exacto en el que el cansancio comenzaba a hacerse sentir.

Andria alzó la vista hacia él y esbozó una sonrisa rápida. Tenía el rostro manchado de polvo y sudor, y un arañazo rojizo cruzaba su mejilla izquierda. Volvió a avanzar, demasiado concentrada en la pared para reparar en que Vega no había respondido a su gesto.

Él se deslizó por la estrecha cornisa en la que se encontraba y se situó de tal forma que a Andria le resultaría imposible sujetarse de ella cuando la alcanzara. Estudió la pared a su derecha, registrando en su memoria hasta los mínimos detalles de la roca desde un metro por encima de su cabeza hasta dos metros por debajo de sus pies y cinco hacia el costado. Sí, se hallaba en el punto exacto, ocupando el único paso posible.

Escuchó que Andria se acercaba y sintió un eco de rechazo hacia lo que estaba por hacer. Es necesario, se dijo, y con esas palabras barrió cualquier otro pensamiento que pudiera turbarlo. Sabía que Andria estaba en condiciones de superar la prueba, y aprovechó aquella breve pausa para preparase. Lo logrará. Cerró los ojos por un momento, hizo tres inspiraciones, vació su mente de cuanto no fuera aquel reducido sector de la pared, Andria, él mismo bloqueando la cornisa. Abrió los ojos cuando la muchacha se detuvo debajo de él, sorprendida de hallarlo en su camino.

—¿Maestro?

Vega advirtió su agitación, el tenue silbido del aire en su garganta, el ligero temblor en su voz. Pegado de frente a la pared, fijó la vista en un espolón a una decena de metros a su derecha. Tendrá que hacerlo.

Andria aguardó su respuesta. Al no obtener ninguna, comenzó a buscar un paso alternativo. Vega seguía inmóvil y silencioso. ¿Qué espera?, se preguntó Andria, mientras sus ojos recorrían una y otra vez la roca en busca de cualquier posible asidero. La calma aparente de su Maestro no la engañaba. Lo sabía listo para moverse a una velocidad fulmínea al instante siguiente.

Las Hijas de SyndrahWhere stories live. Discover now