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La lluvia se prolongó hasta el amanecer, y el día se hizo tras el mismo denso manto de nubes, apenas una claridad plomiza que no proyectaba sombras. Andria despertó con los pasos de Vega, que regresaba con una abundante brazada de leña, y encontró que además de la manta térmica sobre el saco de dormir, también la abrigaba el saco de Vega, abierto para cubrirla mejor.

—Buenos días, Discípula, ¿cómo sigue esa cadera?

—Creo que aún duerme, Maestro.

—Déjala un rato más, entonces. Prepararé té tan pronto logre hacer fuego.

Andria se levantó riendo por lo bajo y se entretuvo doblando mantas y sacos de dormir. Cuando giró, vio a Vega inclinado sobre la fogata que intentaba prender. La leña húmeda siseaba y humeaba, mientras él soplaba las ramillas que encendiera debajo. Pero lo que reclamó la atención de Andria fue la costra parda en la casaca clara del Maestro, sobre su hombro izquierdo.

—¡Maestro! —exclamó.

Vega se enderezó para enfrentarla interrogante.

—¡Tienes la ropa manchada de sangre!

—¿Qué?

—¡Tu hombro! ¿Por qué me lo ocultaste?

Él frunció el ceño. —No te lo oculté, Andria. Me debo haber raspado, como la mano. No tiene importancia.

—¿No tiene importancia? —repitió ella, buscando el estuche de primeros auxilios—. ¡Tu mano estaba fracturada! ¡Y hay sangre seca en tu hombro!

Vega inspiró hondo para no responderle y volvió a ocuparse del fuego. Había logrado encender una de las ramas húmedas cuando Andria vino a pararse a menos de un paso. Alzó la vista, tratando de ser paciente, y encontró su mirada desbordante de preocupación.

—Por favor, Maestro. Permíteme revisarte.

Vega desvió la vista y suspiró, comenzando a desprenderse la casaca. Andria deshizo su trenza, aguardó a que él se quitara la casaca y le ató el pelo con cuidado. Vega se tragó una sonrisa exasperada al sentir que la muchacha desinfectaba su hombro. A veces parece demasiado blanda para convertirse en Alta Sacerdotisa. Demasiado... cálida.

—Tenías razón con que era un raspón superficial, Maestro —dijo Andria tras él—. Pero también tienes un bonito hematoma. Necesitas desinflamante.

Él movió la mano, dando a entender que sabía que no tenía más alternativa que dejarla hacer. Andria le cubrió el hombro con gel, masajeando con suavidad para que su piel lo absorbiera. Luego aplicó otra gasa cicatrizante en la parte raspada. Ahora sólo resta averiguar qué le ocurrió a su pierna, pensó, retrocediendo un paso.

—¿Puedo vestirme ya? —rezongó Vega.

—Un momento más, hasta que absorbas todo el gel.

—Suficiente para pescar una pulmonía.

Andria no pudo evitar sonreír de costado al escucharlo gruñir por lo bajo mientras seguía soplando las llamas para asegurarse de que la fogata no se apagaría. Andria lo dejó mascullar su mal humor mientras ella preparaba el desayuno. Vega vistió una casaca limpia y volvió a sentarse su lado.

Desayunaron en silencio, hasta que Andria dijo: — Maestro, ¿puedo hacerte una pregunta?

Vega asintió, intrigado por su repentina seriedad. —Te escucho —dijo, observándola.

Andria tornó a mirar el fuego. —Ayer, durante la avalancha, tú... —Vaciló y se obligó a continuar—. No era necesario que corrieras semejante riesgo por mí.

Él contuvo el impulso de apartar el rizo rebelde que caía sobre su ojo. Cuidó que su acento fuera suave y razonable.

—Podrías haber muerto aplastada. ¿Cómo no iba a hacerlo?

—¡Pero tú...! —Andria meneó la cabeza, evitando mirarlo—. No querías que curara tu mano y me ocultaste lo de tu hombro. He notado que no caminas normalmente, pero tú insistes en que estás bien. ¿Cómo puedo creerte?

Vega no respondió, esperando que lo enfrentara. Ella demoró un momento más en hacerlo, y él advirtió el brillo húmedo de sus ojos.

—Debes aprender a confiar en mí. Aún más de lo que has confiado hasta ahora.

—¡Pero...!

—Andria...

Ella resopló, apartando el rizo de su ojo de un manotazo. —¿De qué sirve que me salves la vida si tú... si tú...? —desvió la vista dejando la pregunta inconclusa.

Aquí está, pensó Vega con tristeza. Al fin y al cabo no hemos logrado eludirlo.

—Soy tu Maestro —dijo, vaciando su acento de toda intención.

—¡Eres un hombre!—replicó ella con rabia—. ¡Carne y hueso!

—Soy ambas cosas.

—No comprendes, yo...

Andria se interrumpió al advertir la sombra de tristeza que oscurecía los ojos grises de Vega. Recogió los platos y escudillas con brusquedad y se incorporó, tomando la olla más grande.

—Iré por más agua —murmuró, saliendo.

Se alejó con paso inseguro. La cadera se había despertado y dolía. La calma de Vega la había enfadado más de lo que jamás hubiera imaginado. ¿Acaso siente afectada su virilidad porque me preocupo por él? ¿Semejante reacción en un Maestro Superior? Caminó varios metros por el bosque y se detuvo bruscamente. ¿Y desde cuándo me preocupo tanto por él? De pronto recordó la conversación que tuviera con Vega la mañana después de dejar el Sector Septentrional. El calor azotó sus mejillas y necesitó un breve ejercicio respiratorio para recuperar la calma. ¡No estoy enamorada de él!

Distinguió el sonido de un arroyuelo y se encaminó en esa dirección, todavía enfadada consigo misma. Durante todos estos meses no he hecho más que dejar de lado cuanto aprendí, pensó. Bajé la guardia y me abrí a él. Llegó al arroyo y lo remontó hasta una diminuta cascada. Allí podría recoger agua sin necesidad de inclinarse y forzar su cadera dolorida. Se refrescó el rostro y la nuca, disfrutando el escalofrío que le provocó el agua helada. Lavó los platos y escudillas, llenó la olla de agua y se sentó en un tronco caído, la vista moviéndose por la cúpula verde que se cerraba sobre su cabeza. Retrocedí en vez de avanzar. Pero no más. Recuperaré el tiempo perdido. No permitiré que ni él ni nadie me hagan sentir así nunca más. Es tiempo de asumir que soy una Elegida y empezar a actuar como tal.

Un ruido a sus espaldas la distrajo, y al mirar hacia atrás vio a Vega, que recogía leña a medio centenar de metros. Se tomó un momento más para terminar de serenarse, recogió lo que había llevado y se puso de pie. Su camino la llevaba inevitablemente cerca de su Maestro, que se detuvo al verla.

—Pasaremos el día aquí —dijo Vega—. Los dos necesitamos descansar.

—Sí, Maestro.

—No olvides tomar el calmante para la cadera.

—Sí, Maestro.

—¿Podrías sacar nuestras cosas del hueco? Montaré la tienda apenas regrese.

—Sí, Maestro.

Vega asintió levemente y siguió juntando leña muerta. Andria aguardó hasta estar segura de que él no tenía nada más para decir. Entonces se alejó caminando muy erguida a pesar de su renquera. Vega la observó un momento y sonrió de costado. Andria había vuelto a desplegar todas sus defensas. El problema para ella era que él ya sabía cómo sortearlas. No le permitiría encerrarse en sí misma para evitar ninguna situación, por incómoda que resultara para ambos.

Las Hijas de SyndrahWhere stories live. Discover now