55

73 19 3
                                    

El sol era un disco opaco tras las nubes, esparciendo una débil claridad plomiza que teñía la nieve de gris en la bruma. Todavía estaba bajo en el horizonte cuando Andria dejó su modesto campamento hacia el este, en dirección a la sombra masiva del Pico Sur entre las nubes. Durante las siguientes tres horas avanzó por un angosto paso entre los riscos hacia la base del Pico. No se detuvo hasta alcanzarlo, y poco después encontró el sendero que rodeaba el Pico hacia el Abismo del Viento. Estaba regado de arenisca húmeda y descendía por una cuesta abrupta salpicada de rocas, de modo que decidió encordarse para recorrerla, para prevenir que un paso en falso tuviera consecuencias. Montó el seguro a consciencia y comprobó que la soga estuviera bien sujeta antes de fijar el otro extremo a su arnés.

Apenas había descendido una docena de metros cuando la primera ráfaga de viento subió desde el Abismo a embestirla. Se pegó al farallón a su derecha, ofreciendo sólo su flanco. La nieve en polvo la encegueció por un momento. Buenos días, Centinelas, pensó con ironía. Creí que se habían tomado vacaciones.

La ráfaga pasó pero el viento no cesó. Crecía y disminuía a intervalos imprevisibles, formando incontables torbellinos de nieve que cruzaban el sendero con trayectorias caprichosas. Andria siguió avanzando junto al farallón, su mano derecha siguiendo el contorno de la roca y la izquierda probando el terreno con el bastón. Cada vez que el viento menguaba un poco, ella apresuraba el paso, intentando ganar terreno durante esas treguas. Hasta que el viento regresaba con fuerza renovada, pugnando por detenerla y hacerla retroceder. Ella apretaba los dientes y seguía, doblada hacia adelante, decidida a no ceder siquiera un centímetro.

El mediodía pasó sin que pudiera tomarse un respiro, montando seguro tras seguro cuando llegaba al final de cada tramo de soga, y le llevó buena parte de la tarde recorrer el sendero que llevaba hasta el Abismo, doscientos metros por debajo de la base del pico. Al fin logró llegar al reparo de un alto peñasco que se erguía a sólo cien pasos del precipicio. Se aplastó tras él tratando de recuperar el aliento. La falta de oxígeno afectaba todo su organismo, las piernas le temblaban, la cadera dolía a pesar del calmante que tomara antes de iniciar el descenso. Allá arriba, el sol no tardaría en quedar oculto tras el Pico Norte. Si me detengo ahora no tendré luz suficiente para buscar la entrada del Santuario. Sin embargo, temía salir de la protección del peñasco. Tan cerca del Abismo, el viento semejaba una marejada embravecida, intermitente pero arrolladora. Sabía que debía seguir la curva que el contorno del Pico Sur describía hacia el oeste, pero en ese trecho el sendero corría a escasos cincuenta metros del Abismo, por una cornisa inclinada cubierta de hielo que semejaba un tobogán al vacío.

¡Un último esfuerzo! Recordó la primera noche en el Etana, Yed hablándole a Lesath del Kahara. Sólo puedo perder la vida. No voy a rendirme ahora. Una violenta ráfaga se arremolinó en torno al peñasco, amenazado arrancarla del suelo. Se quitó la mochila sólo para comprobar lo que ya sabía: no le quedaba soga suficiente para otro seguro. Tendría que recorrer el último tramo librada a su pericia y a la suerte. ¡Baisha me condene si me doy por vencida ahora! Con un impulso decidido se apartó del peñasco para rodearlo. Sus piernas cansadas vacilaron cuando dio los primeros pasos, su voluntad las obligó a afirmarse. Lo siento, Centinelas, pero se me ha hecho tarde para volver atrás. Soltó la soga de su arnés y pateó con los crampones la nieve congelada de la cornisa. Su mano resbaló en el hielo que cubría la roca del farallón y el bastón no se hundió. El viento constante no permitía que se acumulara nieve en ese tramo del sendero. La luz comenzaba retroceder pero no podía apresurarse. De allí en más, cualquier paso en falso podía significar su muerte.

Resistiendo el embate feroz del viento sobre su costado izquierdo, avanzó como pudo. Pronto se insinuó ante ella una depresión en la pared del Pico, blanqueada de hielo y nieve congelada. Parecía un amplio hueco con el propio Pico por techo. Concentrada en mantenerse en equilibrio y en movimiento, sólo pensó que allí podría refugiarse para descansar. El viento no decrecía, ensordeciéndola con su aullido. El sol resbalaba más allá del Pico Norte y la espesa nube que Andria estaba atravesando se oscurecía con rapidez. La temperatura descendía conforme la luz disminuía.

A sólo diez metros del hueco, el hielo se quebró bajo su pie izquierdo. Andria alcanzó a clavar ambos bastones y mantener el equilibrio sobre la pierna derecha, un poco flexionada. Su cadera lesionada acusó el esfuerzo, enviando agudas puntadas de dolor a atenacearla. Con el dolor volvió el mareo, y por un momento temió haber rebasado sus límites por temeridad. El aire silbaba en su garganta, sin terminar nunca de llenar sus pulmones. El pecho parecía levantar rocas cada vez que respiraba. Su vista comenzaba a fallar. Continuó haciendo un esfuerzo desesperado, tropezando y resbalando, orando para sus adentros en un último intento de alcanzar aquel reparo y sustraerse a las fauces de ese viento asesino, que pugnaba por arrastrarla y devorarla.

Hasta que se sintió desfallecer. Sabía que debía estar a pocos metros del hueco, pero la noche y el agotamiento habían terminado de cegarla y no podía distraer una mano para prender el haz en su casco. Retrajo un bastón a piqueta y la clavó en la gruesa capa de hielo que cubría la pared. Su cuerpo se negaba a dar un solo paso más. Soy tu Hija, alcanzó a pensar en su mente embotada y aturdida. Mi vida está en Tus manos. Las lágrimas terminaron de empañar sus lentes protectores y cerró los ojos cuando sus dedos fueron incapaces de seguir aferrándose a la piqueta. Una ráfaga huracanada trepó rugiendo desde el Abismo. Como una garra gigantesca cerrándose sobre su presa, envolvió a Andria en un torbellino y la arrancó de la cornisa.

Las Hijas de SyndrahWhere stories live. Discover now