Capítulo 34

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El tiempo se había convertido en una cadena constante de dolor, en el que cada movimiento de la aguja era un recordatorio que su estadía en el bosque cambiaría para siempre

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El tiempo se había convertido en una cadena constante de dolor, en el que cada movimiento de la aguja era un recordatorio que su estadía en el bosque cambiaría para siempre. Era incierto ¿Un año? ¿Más o menos? Lo único seguro era que la cuenta regresiva había empezado, y ya nadie podría detenerla.

Se odiaba por haber preocupado a los habitantes del bosque tanto como lo hizo. Las flores lloraron preocupadas, e incluso, muchas salieron de la tierra para arrastrarse hasta el lugar en el que reposaba su guardiana indefensa. Hicieron un pequeño altar a su alrededor queriendo estar lo más cerca posible de ella.

Tenía dos días en los que no podía moverse, pero el Árbol Padre no daba tregua. A pesar de su inmovilidad las raíces se arrastraban y la apresaban entre toscos agarres, y así recibía las quejas que cada noche empeoraban. Siempre había algo nuevo: animales extintos por caza o por la falta de su hábitat, tala compulsiva, pérdida del relieve a niveles alarmantes, y cada día más y más.

Ninguna se comparaba con esa en la que inevitablemente perdió sus cuernos.

Las ardillas habían ayudado a las flores a transportarse hacia ella para darle pequeños abrazos y palabras de ayuda, aunque ninguno se comparaba con la preocupación del señor viento que jamás llegó a abandonarla. El era un fiel amigo que la acompañaba desde que se convirtió en diosa. Era un ente más de la Tierra, como las plantas, pero omnipresente. Cuando llegó estaba muy lastimado pues él solo no podía hacer mucho por la Madre. Ella le cuidó hasta el punto que se volvieron muy cercanos. El viento le permitió muchas cosas, y desde que había sido encerrada en el bosque su consciencia la concentraba allí, reacio a dejarla sola.

Al día siguiente de perder sus cuernos le dijo que David había acudido al bosque casi al atardecer, mas tuvo que irse al saber que ella no llegaría. Cuando se enteró una punzada de dolor llegó a su vacío pecho. «Lo siento... no puedo ir. —Cerró sus ojos al momento que el picor en ellos regresaba—, no sé cuando pueda regresar»

Jamás estuvo sola; los pájaros le cantaban melodías hermosas esperando que ella se animara y lograra recuperar las fuerzas que había perdido. Estaba tan frágil que ni si quiera se pudo transportar en el viento hacia otro lugar más cómodo en el que poder descansar, así que se conformó en el pequeño nido floral que hicieron varias especies de flores a su alrededor. De alguna forma logró enviarles un poco de su poder para que quedaran sembradas en ese lugar, así estarían cerca de ella y no morirían. En las noches las luciérnagas le brindaban su cálida luz para que no se sintiera temerosa de la oscuridad, e incluso los búhos no se alejaron al escuchar los constantes quejidos de la Tierra.

Todos estuvieron allí para Forest, para su guardiana. Los animales del bosque, desde escarabajos hasta lindas aves se mantuvieron con ella en los tres días agónicos, en los que vanamente intentó recuperar la fuerza que esa noche se le había arrebatado de forma tan abrupta. Las liebres y los pequeños monos le llevaban alimento, basado más que todo en frutas de todos los árboles que allí se encontraban.

La diosa del bosqueWhere stories live. Discover now