Capítulo 5

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La sonrisa que se mantuvo en mis labios segundos antes se desvaneció cuando divisé un vestido negro y escotado adherido a un cuerpo lleno de curvas. El vestido de Clementine le llegaba por arriba de sus muslos y dejaba sus piernas esbeltas al descubierto. Unos tacones rojos y filosos adornaban sus pies pequeños. La examiné expresión sombría. Ella estaba a punto de cruzar hacia la cocina desde el pasillo que conducía hacia las habitaciones de arriba, cuando se detuvo en seco. Sus ojos se posaron en mí, aburridos. Tenía delineador negro rodeando sus ojos, pero estaba en forma desigual. Los labios estaban tan rojos que lucían como un charco de sangre incandescente. 

Abrió sus ojos esmeraldas de par en par, con el cabello alborotándose detrás de ella. Se percató de mi presencia.

—¡Has llegado! —dijo apresuradamente acercándose a mí—. Jesús, te estaba esperando.

—No estaría aquí si hubiera tenido clases —le respondí con cansancio.

Ella no podía ir al colegio nunca más. No estaba ayudando de nada con su tratamiento. Su estado empeoraba en cuanto asistía a las clases. Pero Clementine asistía a las fiestas descontroladas de todas formas. Nunca voy a entender por qué.

«¿Qué necesidad?», pensaba con los puños cerrados. Yo no era capaz de detenerla. Nadie podía. Y mis padres jamás tomaban responsabilidad.

—Exacto. Tus profesores siempre faltan —dijo revoloteando sus manos para quitar importancia al tema—. Te esperé por horas, te tienes que quedar en casa, la tienes que cuidar mientras yo me voy fuera.

Bufé con cansancio. Hablaba de la casa como si fuese una persona.

—¿A dónde irás?

—A una fiesta, tontita —se rió y sé que era por mí—. ¿A dónde más iría vestida así?

«¿Al prostíbulo?», pensé. Automáticamente me culpé para mis adentros. Yo no debía estar diciéndole cosas como aquellas, no de esa manera. Todavía continúo arrepintiéndome. Además, ella podía vestirse como quisiera. No por vestirse de una manera provocativa -estereotipada por la sociedad sexista y la cultura de violación-, significaba que era una puta o alguien fácil. Cuán equivocada estaba.

—A una fiesta —terminé por decir.

—Exacto —respondió acariciándome la mejilla con una sonrisa—. Nuestros padres no volverán hasta tarde. Así que no me esperes.

Agitó sus pestañas, con aire inocente y encantador. Dios, sus manos estaban tan frías.

—¿Cuándo es la fiesta?

—En unas cuantas horas —respondió, dando unos pequeños toques en su rostro, pero luego volteó, con sus ojos redondeados de la incredulidad—. No piensas ir, ¿verdad?

Me estaba costando enormemente entenderla, porque ella hablaba con tanta prisa que sus palabras se mezclaban y atropellaban.

—¿En unas cuantas horas? —dije ignorando su última pregunta—. ¿Por qué te vistes tan temprano?

—¡Tengo que estar preparada mucho antes! —espetó enmarcando cada palabra como si no la comprendiera—. Y ni siquiera pienses ir.

—Iré —respondí caminando hacia mi habitación con pasos firmes—. Tenlo por hecho.

—¡No! —espetó furiosa—. Tú siempre estás ahí para arruinarlo todo. Odio cuando haces eso. Eres un aguafiestas, alejas a todos los chicos atractivos de mi lado.

—Alejo a todos los chicos babosos de tu lado. Que obviamente quieren más de ti que sólo cotillear contigo.

—Yo sé lo que hago —me respondió con la mirada firme, llena de recuerdos espantosos que las dos compartíamos—. Sé cómo defenderme.

De ninguna manera. Si no la podía detener, entonces la acompañaría hasta el infierno para protegerla.

—Iré. No me importa lo que digas.

Lanzó un chillido de histeria, impactando sus tacones en el suelo de mármol con fuerza. Se dio la media vuelta, dirigiéndose hacia la cocina en enérgicos pasos.

Me encaminé hacia mi habitación, colocándome frente al espejo. Volví a rodear mis ojos con maquillaje negro. Quité el delineador corrido por mis mejillas. Bloqueé todo tipo de pensamientos en mi mente. Escogí una remera larga que me llegaba hasta por arriba de los muslos, con un mini short negro debajo. Me coloqué unas botas largas militares y una chaqueta negra de cuero.

Cuando me vi en el espejo, me obligué a sonreír, porque decían que si no sonreías una vez por día como mínimo traía mala suerte y malos augurios. En aquel momento tenía bastantes y de sobra. Estaba satisfecha con lo que veía en el espejo, porque así me sentía yo, así era como quería vestirme.

Mi padre siempre me replicaba, furioso, que hacía esto sólo para provocar a los hombres.

—No todo gira alrededor de los hombres, papá —le había respondido—. Yo me visto así porque es así como soy. No porque quiera provocar las miradas de todo el mundo. Me voy a vestir como se me dé la gana.

Después de eso me gritó, mientras yo miraba sus ojos enrojecidos de la furia. O por la falta de dormir. Tal vez estaba drogado en ese entonces.

No me molesté en lavar mi cabello, no había tiempo. Lo peiné con los dedos para desenredarlo un poco. Ya no estaba tan húmedo por la lluvia. Fui hasta la cocina, donde Edd el hámster clavó sus ojitos negros en mí rogando por comida. Le puse semillas de girasoles y unas hojas de lechuga que sobraron del almuerzo en su plato pequeño.

Se devoró la comida en cuestión de minutos, mientras le sonreía. Él no replicó en contra de mí, sobre la lechuga achicharrada. Se encogió y se puso en dos patas frente a mí para olfatearme desde abajo, como si intentara alcanzarme. Interpreté aquel gesto como de agradecimiento. Porque nadie se acordaba de alimentar al hámster de Clementine, ni siquiera ella.

—Me voy, aguafiestas —se burló. Pero sospechaba que estaba ocultando enfado detrás de esas palabras.

—Voy contigo.

Bufó, abriendo la puerta con brusquedad. Antes de que se cerrara delante de mi nariz, la sostuve y la abrí de par en par, mientras observaba a Clementine abrir el portón del jardín hacia afuera, con los ángulos de su cuerpo destacando bajo la luz pálida del cielo cubierto de nubes grises.

Había dejado de llover. Pero dentro de mí, la lluvia nunca se detenía.



Cuando los ángeles merecen morirWhere stories live. Discover now