Capítulo 35

688 81 7
                                    

Viernes 21 de Junio, 2013


Todo comenzó cuando el médico se acercó a nosotros. Yo estaba cansada, no había pegado un ojo en toda la noche, y ya eran aproximadamente las nueve de la mañana. Jonny dormía apoyado en el hombro de Jesse. La posición me resultaba graciosa, porque ellos ni siquiera se daban cuenta de eso. Dormían concentrados y plácidamente. Los envidiaba profundamente.

Mi madre y mi padre intercambiaban caricias reconfortantes. Era algo extraño verlos así, porque ellos no eran de esas parejas que se vivían tocando todo el tiempo. Ellos se volvían cariñosos cuando Clementine estaba muy enferma.


Todo lo que hicimos mis padres y yo fue levantarnos de un salto. Todo se volvió borroso y vertiginoso al mismo tiempo, cuando intenté recobrar la compostura. El médico dijo algo. Me miró.

Compasión, todo lo que habían en sus ojos era compasión.

No sé cómo puedo explicar lo que sentí en ese momento. Se me heló la sangre, malos pensamientos inundaron en mi mente. Era como si lo hubiera sabido de improvisto.

—Lo siento mucho —dijo luego, dirigiéndose a mí.

Mi madre echó a llorar desesperadamente. En mi mente sus lágrimas se convertían en cascadas inmensas que comenzaban a inundar el hospital por completo. Mi padre murmuraba cosas, las lágrimas saltaban de sus ojos.

El tiempo pareció entonces detenerse y convertirse en un líquido que se escurría entre unas aberturas hacia el abismo. Podía percibir mi aliento, los latidos de mi corazón y aquel pitido constante en los oídos que me zumbaban con fuerza.


Mi madre una vez me había dicho que había quedado paralizada en ese momento, mirando al vacío por tantos minutos que se había asustado.


No podía reaccionar, ni siquiera estaba respirando.

—No —comencé a susurrar con la voz ronca—. Es mentira. No. No. ¡No!

Mi mente lo negaba rotundamente. Tenía aquella idea de que el médico estaba mintiéndome, que todo lo que estaba ocurriendo sólo era una mala broma que pasaban con frecuencia en la televisión. Yo podía ver que todo de repente se volvía inútil, todo lo que me rodeaba era superficial, hasta mi propia respiración. Levanté la vista hacia el médico, que me miraba con sorpresa.

—Estás mintiendo —le dije con aspereza—. Mientes, mientes, tú mientes.

Ya no tenía control de mí misma. El veneno en mi voz pareció atravesarme la garganta.

—Lo siento muchísimo —repitió el doctor.

—¡No! —grité con tanta fuerza que hizo que todos los que estaban cerca se sobresaltaran—. ¡Eres un mentiroso, estás mintiendo, es mentira!

Mi voz parecía chocar contra una roca y frotarse contra ella. Mi voz parecía hecha de cristal, que se rompía con cada palabra que articulaba.

Había perdido todo lo que yo amaba en el mundo.

—¡Es mentira, es mentira! —seguía gritando, repetidamente.

Me abalancé hacia el médico con una rabia que se revestía con una tristeza inmensa. Alguien detrás de mí me retuvo a tiempo, apretándome los brazos con fuerza.

—¡No! —grité, todas las vocales haciéndose añicos.

Caí de rodillas. Y comencé a golpear mis puños contra el suelo con tanta fuerza que comenzaron a sangrar.

Grité. Grité sin ninguna palabra, que al principio era un gemido silencioso pero que iba e iba haciéndose más fuerte. El grito rasgó mi garganta en miles de pedazos, era como un llanto mudo, un grito de una pérdida tan inmensa que no se podía describir con simples palabras. El aire en mis pulmones se esfumaba y parecía que el cielo se me caía encima, que me destrozaba por completo.

La sangre estaba en mis puños ahora, brotando de mi piel. Mi madre estaba sollozando, intentando calmarme.

Todo parecía tornarse de un color oscuro, algo mucho más oscuro que el color negro. Parecía una oscuridad que amenazaba con tragarme, con hacerme desaparecer para siempre.


Yo había muerto ese día. Yo también había muerto ese día, cuando la única hermana que tenía en el mundo había partido lejos de mí, para siempre.


Puede que a ti no te resulte tan dramático. Únicamente estás percibiendo esto a través de mis palabras escritas, pero piensa esta pregunta; ¿qué sentirías tú en mi lugar?

¿Alguna vez has estado desesperado? ¿Con una desesperación absoluta? 

¿Alguna vez te has quedado en la oscuridad y has sabido, en el fondo de tu corazón, que nunca jamás iba a mejorar la situación? 

¿Que algo se había perdido para siempre y que no iba a volver?


Yo estaba llorando. Yo lloraba desconsoladamente, como si fuese mi último día. Y lo era. Había acumulado tanta tristeza y dolor todo ese tiempo, y aquel nudo se había desatado de un tirón. Toda la seguridad y la armadura que me protegía por fuera ya no estaba allí para salvarme. Me derrumbaba, ahora me derrumbaba y Clementine ya no estaba. Parecía que ya nada, nunca más, iba a tener sentido en mi vida. Todo lo que yo conocía se volvía despreciable, porque había perdido a Clementine. 

Yo no iba a poder verla nunca más.

No podría sentir su aroma a vainilla, ni ver cómo sus labios formaban una gran sonrisa, ni tampoco percibir un pequeño brillo de tristeza en sus ojos. No podría consolarla nunca más, ni volver a hablar con ella ni tener que obligarla a tomar sus pastillas.

Era todo tan injusto, tan injusto para mí. Tanto para nada, ella tuvo que soportar tanto para nada. Ella había sufrido y padecido miles de cosas todos los días, y todo lo que ocurría era eso.

Ella había muerto. Estaba muerta.

Todo lo que ella hubiera podido ser en la vida.

Podría haber tenido una casa, un esposo que la amara. Un par de hijos que la sacarían de quicio pero que ella los amaría con su vida, porque después de todo ella seguiría ahí.

Todas las oportunidades que ella hubiera podido tener en su corta vida se tiraban a la basura con violencia.

No iba a poder sentir lo que era ser verdaderamente amada por un muchacho, no iba a poder percibir nunca más el viento frío y los cálidos rayos de la luz del sol.


No puedo saber a ciencia cierta cuánto había llorado, o gritado en el suelo. Estuvieron a punto de sedarme, porque me estaba haciendo daño a mí misma. Yo tenía la vista nublada por las lágrimas, con matices de rojo y blanco mezclándose entre sí.

No puedo recordar todo lo que se me había cruzado por mi mente en aquellos momentos.

Estaba descarrilada, sin fuerzas para respirar.

Pero de algo estaba segura.

Yo sabía una sola cosa.


Ya nadie ni nada podría herirla.

Cuando los ángeles merecen morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora